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La caravana migrante: 48 horas para llegar a las puertas de EE UU

“Es la alegría más grande que he sentido en toda mi vida”, cuenta Dorlan Reyes, un migrante hondureño de 21 años, con la mirada brillante y una sonrisa de oreja a oreja: “Ya casi llegamos, ya casi estamos aquí, después de todos los sacrificios que hemos hecho”. Más de 2.200 kilómetros en dos días. Esa ha sido la travesía de unos 800 miembros de la caravana migrante que han recorrido en 48 horas prácticamente la misma distancia que durante un mes de viaje y que han llegado a primera hora de este jueves en 22 autobuses a Tijuana, en la frontera entre México y Estados Unidos.

“¡Ya vámonos, ya vámonos!”, gritan desesperados los tripulantes del modesto autobús número 22, el último del convoy que ha partido el miércoles por la mañana. Hasta hace dos días, la ruta del chófer Guillermo Lara surcaba las calles de Ciudad Obregón, al sur del desértico Estado de Sonora. Esta vez le toca ser las manos detrás del volante de un éxodo que avanza sobre ruedas por el medio del desierto, en un viaje temerario y maratónico hacia el norte. Eso dice el letrero que cuelga del parabrisas y nunca había sido más elocuente. El itinerario de hoy: de Navojoa (Sonora) a Tijuana (Baja California). Serán poco más de 23 horas de camino. “El café me da sueño, me gusta más trabajar así, sin tomar nada”, explica Lara entre risas.

Una pila de maletas bloquea la puerta del autobús, que cruje y rebota ante la menor provocación del camino. “Me imagino que cuando lleguemos se verán los edificios del otro lado, ¿no? Muy altos, altísimos”, dice Lourdes, una migrante hondureña que pide omitir su apellido por el miedo de que las maras la encuentren y la obliguen a pagar otra vez un ‘impuesto de guerra’, una extorsión que le quitaba los 2.000 lempiras (unos 80 dólares) que ganaba a la semana. “¿Cuánto falta?”, pregunta su hijo de 6 años, justo tras salir del puerto de Guaymas, tras cinco horas de carretera. El viaje es una línea recta que parece interminable.

El éxodo centroamericano aceleró su marcha tras llegar a Guadalajara, la segunda ciudad más poblada de México, ante la renuencia de que se quedaran aparcados mucho tiempo. El Gobierno de Jalisco puso vehículos solo hasta la población de El Arenal, a 90 kilómetros de donde se había pactado el transporte para Ixtlán del Río, en Nayarit, el siguiente Estado en el Pacífico mexicano y el más afectado por el paso del huracán Willa hace un par de semanas. No había condiciones para quedarse, había que bordear el desastre. De Ixtlán fueron llevados en otro bus a La Concha, una de las primeras poblaciones del Estado de Sinaloa, y ahí tomaron otros autobuses que los llevaran toda la noche hasta Navojoa, en Sonora. El plan es disparatado hasta para quien cuenta con un coche y con recursos. Cinco Estados, cuatro buses, dos días y una paradoja: en las regiones donde se les mandó el mensaje de que eran menos bienvenidos es donde pudieron moverse de forma más rápida y más cómoda.

“Vamos a descansar, gente. Queda mucho tiempo todavía”, pide a los gritos el dominicano Jesús Martínez, miembro de Pueblos sin Fronteras y coordinador del grupo. El Negro, como todos lo llaman, extiende su colchoneta en el pasillo del autobús y en un abrir y cerrar de ojos todo el espacio se llena de sacos de dormir y cobijas. El pasillo se convierte en dormitorio y después en jardín de niños. Los 14 menores de edad que viajan con el grupo juegan, chocan las palmas y se corretean entre los estrechos pasillos del autobús para vencer el aburrimiento.

La experiencia más dura

“Esta es la experiencia más dura que he tenido que enfrentar como padre”, confiesa Leodan Pineda, un padre soltero de 32 años que viaja con su hija de 12. “Nos ha pasado de todo, nos han intentado secuestrar, asaltar, nos hemos enfermado mucho”, relata Pineda, mientras el autobús atraviesa Hermosillo, la capital de Sonora. “Espero llegar a un país próspero, dónde no haya hambre ni tanta miseria y donde mi hija pueda estudiar”, afirma Pineda, mientras El Negro acuerda una parada en una gasolinera para que el grupo consiga comida y vaya al baño.

El combustible del éxodo son tamales, sopas instantáneas, galletas, pizza congelada y Coca Cola. Voluntarios de la Cruz Roja también les han dado sándwiches. Cada quien ve por sí mismo, aunque a veces alguien extiende la mano para compartir una bolsa de frituras, una botella o un cigarro a un costado del camino. Y mientras los niños buscan distracciones, los adultos empiezan a planear lo que viene.

“Mi primera opción es buscar el apoyo de Estados Unidos, la segunda es Tijuana porque dicen que hay mucho trabajo, la única que no es opción es regresar”, asegura Pineda. “No, a mí no me interesa ningún papel, voy a ver la forma de cruzar por mi cuenta, me gustaría llegar a Virginia y mandar dinero a mi mamá y mis hermanas en Honduras”, dice en cambio Merlín Hernández, de 26 años. “En esta caravana se definen muchas cosas, si logramos pasar, estoy seguro de que habrá más caravanas en el futuro y si no lo logramos, pues no”, agrega Hernández.

Y mientras 6.000 personas se apresuran a llegar a Tijuana esta semana, unos 1.200 centroamericanos del segundo contingente más nutrido ya descansan en Ciudad de México. Las oleadas avanzan al paso que se suceden las ciudades: Santa Ana, Caborca, Altar, Sonoyta y así, una tras otra. “¡Esperen, falta uno, falta Julio el bullicioso!”, ruge el autobús antes de que llegue el aludido, que se ha quedado sin aliento para alcanzar el bus.

Cae el atardecer y el cielo tiñe el desierto sonorense de rojo y con la noche viene el frío. La temperatura cae hasta los ocho grados, las parejas se abrazan, los niños se agazapan junto a sus padres y quiénes viajan solos sacan los abrigos, los gorros y las bufandas. Hace apenas un par de horas, las ventanas estaban abiertas de par en par y el termómetro marcaba los 25 grados. El aire se cuela por las rendijas del camión y cala hasta los huesos. “Está helando, madre mía”, resume Silvia López, de 37 años. “Es un concierto a varias toses”, bromea Karina, ante el vendaval de estornudos y gargantas afónicas que se apoderan del autobús.

Cuando todo está oscuro, las cabezas caen rendidas sobre los asientos y se entierran bajo las cobijas. Los que tienen insomnio son los más ruidosos. “¡Fúmele, fúmele banda!”. “¡Bara, bara, viajes a Estados Unidos!”. Hay gritos, albures y bromas. Otros cantan. Aunque, al final, ceden y donde hasta hace poco era un escándalo en cuatro ruedas, ahora se viven silencios largos. Todos sueñan.

“¿Ese es el muro?”, se pregunta Hernández tras pasar un retén militar en San Luis Río Colorado y ver el cerco que separa a Sonora de Arizona, en el lado estadounidense. Es casi la medianoche, van casi 19 horas de camino. La frontera con Estados Unidos empieza a ser visible tras un mes de travesía y expectativas. “Ya nos vamos arrimando al sueño, ¿verdad?”, dice Pineda emocionado.

El autobús avanza durante cuatro horas más y se detiene de forma súbita. “¿Ya llegamos, aquí es Tijuana?”, pregunta Hernández. “Esta es la última caseta [peaje] antes de entrar, me dijeron que los dejara aquí, pero sabe Dios que siga después”, dice el chófer Lara, que ha parado la marcha a unos 20 kilómetros del centro de Playas de Tijuana, donde se concentra la mayoría de los al menos 1.000 centroamericanos que han llegado primero. Este jueves serán 800 más. “No sé cómo nos vaya, solo Dios sabe, pero ya estamos aquí”, dice esperanzado Reyes antes del amanecer, a las puertas de Estados Unidos.

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