Uno puede imaginar al Egipto Antiguo con una magnificencia increíble y también imaginar, dentro de ese lujo y jolgorio, las decisiones tomadas por algún importante personaje con motivo del funeral de su gato lo que, transportado a términos occidentales y actuales, no deja de ser sorprendente por más gato del Antiguo Egipto que haya sido.
En Egipto, cuna del gato doméstico, es donde comenzó la veneración a los felinos a través de la formalización de un pacto sencillo y claro: el gato, por una parte, cuidaba los productos de la cosecha almacenados del ataque de ratas y alimañas y las personas, por otra parte, se encargaba de suplementar su alimentación, de cuidarlo y de darle cobijo como animal de afecto y compañía.
Los términos de este contrato son muy parecidos a los del perro y los humanos sólo que en este pacto las misiones y funciones del gato no aparecen tan variadas como las de su compañero canino.
En este tácito pacto el gato sólo debe mantener alejadas a las alimañas y las plagas. Se lo quiere tan sólo como cazador y se lo cuida con afecto y dedicación.
Al gato no se le pide que ayude en la vigilancia de las propiedades, no se le exige que guíe ciegos o que ayude a otras personas con discapacidades, no se lo urge para que trabaje de policía; al gato sólo se le pide que sea gato, simple y sencillamente así, lo más gato posible.
A pesar de su pobre y escaso compromiso con las disímiles funciones y trabajos humanos, el gato se las ingenió para permanecer casi atornillado a los afectos y preferencias de las personas, al menos de muchas de ellas.
De esa forma surgieron las diferentes razas que responden casi siempre a variaciones de formas, colores, largo de pelo, cuando no a mutaciones perpetuadas por la presión genética humana.
Con biotipos funcionales muy poco variados, el gato presenta muchas menos razas que el perro y ninguna de ellas apta para el desarrollo de alguna otra función particular y distante de la de cazador y guardián de las cosechas ante las alimañas.
En Egipto la diosa del gato era Bastet y en la ciudad de los gatos, Bubastis, se celebraba anualmente su festividad.
Los gatos de la casa absorbían las enfermedades ante la imprecación del médico egipcio y cuando se moría en señal de duelo la familia se afeitaba las cejas.
Esas cejas que tardaban en crecer nuevamente. Era un tiempo que milenios después el propio Freud definió como el tiempo necesario de duelo.
De Egipto a Freud pasando por la Inquisición y la acusación de brujería que significó más de un millón de gatos muertos, el micifuz de la cuadra sigue vivo y glorioso reivindicando su rol de preferido.
Más de cien mil gatos fueron momificados en Egipto y en su honor se construyeron tumbas y mausoleos.
Pocos trascendieron, a pesar de los esfuerzos tanatológicos de los egipcios, hasta la actualidad.
A fines del siglo pasado eran frecuentes los embarques de momias de gatos hacia el Reino Unido. ¿Tal vez para su estudio? ¿Quizás para su colección ordenada y minuciosa?
No, simple y sencillamente para ser usados como abono de los sembrados. Así, siglos después, aún sin desearlo, seguían colaborando con los cultivos.
Sólo unos pocos gato-momia pudieron salvarse de ese destino agrario y se los puede ver exhibidos en el Museo de Ciencias de Londres, como mudo testigo de un destino cruel, esquivo y cambiante.