Bogotá, (EFE).- Juana Ruiz vio con sus propios ojos la matanza campesina con la que los paramilitares colombianos arrasaron, hace 20 años, el futuro de la región de los Montes de María. Pero ese recuerdo, y las amenazas que hoy recibe, no la han callado todavía.
En la mitad de los departamentos de Colombia han asesinado en lo que va de 2020 a por lo menos un líder social, una tragedia que en el primer trimestre de este año se cobró la vida de 47 de ellos por defender sus derechos y los de sus comunidades, pero Juana, líder de la Asociación de Mujeres Tejiendo Sueños y Sabores de Mampuján, no se amedrenta aunque sabe que, como ellos, se juega la vida.
Desde su pueblo, en el caserío del departamento caribeño de Bolívar, denuncia que últimamente ha vuelto a recibir amenazas por su labor social y demanda que el Gobierno le garantice, como a otros cientos de sus compañeros de lucha, una “seguridad colectiva”.
“Para nosotros una seguridad no es un carro blindado o un escolta para uno u otro líder, al contrario eso nos pone más en riesgo, sino (lo que pedimos son) unas medidas más generales para toda la comunidad”, explica.
La seguridad que esperan, cuenta Juana, “también es la seguridad económica, la generación de ingresos”, la capacidad de poder construir sus comunidades, que siguen alejadas del apoyo del Estado con cosas tan simples como por ejemplo “la apropiación de las actividades lúdicas y deportivas comunitarias”.
“Eso para nosotros es seguridad”, sentencia.
Los líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia son hoy las principales víctimas del feroz enfrentamiento entre los grupos armados que operan tierra adentro, en un conflicto que mutó tras la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, en noviembre de 2016.
Desde la desmovilización de esa guerrilla, 432 líderes sociales han sido asesinados en Colombia, según los informes anuales del programa no gubernamental Somos Defensores, quien catalogó 2019 como el año más violento para los líderes: 844 agresiones en su contra, desde homicidios y amenazas hasta atentados y desaparición forzada.
AMENAZAS Y PANDEMIA
La última amenaza que recibió Juana fue el pasado 4 de junio.
Recibió una llamada de un hombre que se identificó como jefe del Clan del Golfo Úsuga, uno de los grupos armados con más influencia en aquellas zonas veredales que una vez ocupó las FARC.
“Me dijo: ‘Soy John Jairo, jefe paramilitar del Clan del Golfo Úsuga, señora, con usted me tengo que sentar a hablar clarito'”. Él no alcanzó a decirme: ‘te voy a matar’ (…) porque le dije: ‘yo con usted no tengo nada qué hablar, y le colgué”, relata la líder comunal.
El panorama para este 2020 es desalentador. El confinamiento convirtió a los líderes sociales en blancos más fáciles para los grupos armados que se adaptaron a las condiciones de la emergencia sanitaria e identifican sus viviendas y movimientos con agilidad.
Las víctimas son en su mayoría representantes de comunidades indígenas, defensores de derechos humanos, campesinos, líderes comunales, sindicales y afrodescendientes, principalmente en regiones donde los grupos armados se disputan el control de las rutas del narcotráfico y otras actividades criminales como la minería ilegal.
La seguridad que proporciona la Unidad Nacional de Protección (UNP) a casi 5.000 líderes es insuficiente y, aunque los 124 asesinatos documentados en 2019 representaron una disminución en comparación con los 155 de 2018, la cifra sigue siendo superior a los 106 registrados en 2017.
Los datos varían dependiendo de los criterios que tengan en cuenta las distintas organizaciones que documentan los crímenes. Por ejemplo, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) asegura que 140 líderes sociales han sido asesinados este año, 54 de ellos desde que comenzó la cuarentena obligatoria por el coronavirus, el pasado 25 de marzo.
ELIMINAR LA RESISTENCIA DE BASE
Los defensores son vistos como una piedra en el zapato por las bandas organizadas que buscan apropiarse de sus tierras, silenciar sus denuncias, debilitar a las comunidades y entorpecer el desarrollo de procesos colectivos como la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos.
Es el caso de Efrén Ospina, líder comunal de la región del Catatumbo asesinado a tiros el pasado 8 de febrero en el municipio de Tibú.
La víctima era vicepresidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Totumito Carboneras e integrante del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), creado por el acuerdo de paz y al que se encuentran vinculadas unas 99.000 familias.
El PNIS busca llevar a los territorios proyectos productivos legales y rutas de comercialización para que estas comunidades no necesiten de la coca para subsistir.
Sin embargo, los campesinos cocaleros que ahora están vinculados a actividades legales corren otro riesgo pues se convirtieron en objetivo de las bandas de narcotráfico que ven la sustitución como una amenaza a su negocio.
Organizaciones como la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) denuncian constantemente que los líderes vinculados a estos procesos no reciben suficiente protección del Estado.
DISPUTA DE LA TIERRA
El conflicto armado en Colombia tiene sus raíces en el acaparamiento de tierras, una disputa causante del desplazamiento y el despojo de millones de colombianos forzados a abandonar sus territorios.
El estudio “Una nación desplazada”, del Centro Nacional de Memoria Histórica, calcula que entre 2005 y 2014 unos 2,99 millones de personas, en su mayoría pequeños campesinos, sufrieron este delito en el país.
El desplazamiento dejó “abandonadas” entre 1,2 y 6,8 millones de hectáreas que fueron despojadas a sus legítimos propietarios por distintos grupos ilegales en un periodo de 15 años, señala por su parte la ONG Dejusticia.
La remisión del conflicto y la aprobación en 2011 de la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras facilitó que miles de familias pudieran reclamar las propiedades que les habían arrebatado, pero eso las convirtió en blanco de los usurpadores.
El director de la fundación Forjando Futuro, Gerardo Vega, asegura que entre las causas del asesinato desde 2010 de unos 86 líderes que reclaman sus tierras están los intereses económicos de quienes “no quieren perder las hectáreas que consiguieron durante el conflicto”.
CONFLICTOS DE INTERESES
En algunos casos los líderes sociales trabajan para recuperar territorios usados para el desarrollo de grandes proyectos empresariales.
En esa tarea participaba Luis Darío Rodríguez, agricultor y pescador del río Sinú que fue asesinado en enero en Tierralta, en el departamento de Córdoba (norte), uno de los feudos del paramilitarismo.
Rodríguez reivindicaba los derechos de familias que fueron asentadas en otros lugares por las inundaciones de sus tierras durante la construcción de la represa de Urrá, sobre el río Sinú.
Un portavoz de la Red de Derechos Humanos del Sur de Córdoba, de la que Rodríguez formaba parte, explica que el asesinato fue cometido por el grupo paramilitar del Clan del Golfo y lamenta que el crimen siga en “total impunidad”.
Al respecto, Vega afirma que la falta de justicia beneficia sobre todo a los inductores de los crímenes, aquellos que “están detrás del escritorio, los que ordenan la matanza, porque cuando hay una ‘matazón’ alguien paga y es allí donde se tendría que poner la lupa”.
La fundación contabiliza 66 empresas en todo el país condenadas entre 2012 y 2020 a restituir tierras usurpadas a campesinos. En el 80 % de las sentencias se constató que el despojo ocurrió a manos de paramilitares, según Forjando Futuro.
DEFENSA DEL TERRITORIO ANCESTRAL
Las comunidades indígenas son las más vulnerables en Colombia, su liderazgo fue el más atacado durante el primer trimestre de 2020, con 59 agresiones ocurridas principalmente en los departamentos del Cauca (suroeste) y La Guajira (norte).
La defensa de sus territorios mantiene bajo fuego cruzado a estas comunidades, a las que la Guardia Indígena ayuda a hacer control para evitar la siembra de cultivos ilícitos y otras actividades criminales.
Las zonas en las que habitan suelen ser usadas como “corredores de narcotráfico” y eso les afecta “porque los grupos armados nos indisponen y nos dejan en contraposición con la misma comunidad”, apunta Luz Eida Julicue, de 49 años, coordinadora del pueblo Nasa, uno de los que más ha sufrido la violencia del conflicto armado.
Desde Caloto (Cauca), Julicue relata cómo en 2016 empezó a ser víctima de constantes amenazas y hostigamientos por parte de grupos armados vinculados al narcotráfico por haber sido consejera y representante legal de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acinc) entre 2015 y 2017.
“La primera amenaza la recibí en el 2016 (…) aparecieron panfletos, amenazas, de ahí para acá han sido permanentes. El último panfleto donde aparecí (amenazada) fue en enero de este año”, detalla Julicue, uno de cuyos sobrinos, de solo 20 años de edad, fue asesinado a comienzos de 2018.
Los enfrentamientos entre grupos armados ilegales y la Fuerza Pública, afirma, han disminuido desde la firma del acuerdo de paz pero al mismo tiempo esas bandas se han fortalecido o han surgido nuevos grupos, lo que hace más compleja la identificación de los autores de los crímenes contra líderes sociales.