La sabiduría convencional sostiene que el Partido Republicano tuvo que pagar un precio político muy caro por impugnar a Bill Clinton en 1998. Pero eso no es del todo cierto. El precio que pagaron los republicanos fue modesto y a corto plazo, mientras que el costo para el Partido Demócrata parece haber sido mayor y más duradero.
En la actualidad, esta historia tiene una importancia evidente. Como pasó en los años noventa, la economía está creciendo pero, a pesar de eso, muchos estadounidenses se sienten incómodos con el comportamiento del presidente. Y si bien las acciones de Clinton y del presidente Donald Trump distan de ser equivalentes, hay semejanzas: ambos hombres actuaron de manera incorrecta (ya que mintieron estando bajo juramento: uno sobre un amorío en el Despacho Oval con una subordinada de 22 años y el otro sobre buscar la injerencia extranjera en beneficio de su campaña de reelección) y en ambos casos la mayoría de los estadounidenses desaprueba el mal comportamiento.
Hace dos décadas, la decisión de los republicanos de someter a juicio político a Clinton hizo que el país centrara su atención en el comportamiento del presidente, en vez de examinar la economía o las políticas impopulares de los republicanos. La misma dinámica podría repetirse en los próximos meses: hablar de Trump y Ucrania sin duda es mejor para los demócratas que hablar de la prohibición de los seguros privados de salud.
Desde que los demócratas en la Cámara de Representantes anunciaron el inicio de la investigación para impugnar al mandatario hace tres semanas, hemos visto excesivas muestras de preocupación sobre las posibles desventajas. No obstante, los demócratas deberían seguir adelante con confianza. Están haciendo lo correcto en principio, además de haber tomado el camino con las mayores posibilidades de éxito político.
Vale la pena tomarse unos minutos para analizar en retrospectiva el caso de Clinton. Los republicanos en la Cámara Baja iniciaron el proceso de juicio político en octubre de 1998, pocas semanas antes de las elecciones intermedias. Con esa decisión esperaban lograr mejores resultados en las elecciones, en parte gracias al escándalo, y no lo consiguieron. En respuesta, Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes, renunció y así fue como surgió la idea del costo político.
Pero hablar de la impugnación tal vez no fue la razón principal que motivó el descontento con los republicanos. La economía estaba en auge y las encuestas a lo largo de 1998 mostraban una competencia apretada, no una ola, como Kyle Kondik, de la Universidad de Virginia, ha señalado. El día de las elecciones, a los republicanos les fue muy bien. Ganaron el voto popular nacional y conservaron el control de la Cámara de Representantes. Su mayoría en el Senado no cambió.
Después, ante la insistencia de Tom DeLay, un líder republicano, la Cámara de Representantes inició un juicio político contra Clinton. Eso garantizó que el amorío y los esfuerzos del presidente por encubrirlo (con aquella frase de “no tuve relaciones sexuales con esa mujer, la señorita Lewinsky” que pronunció molesto junto a Al Gore) dominaron las noticias durante meses.
Aunque el Senado absolvió a Clinton, su reputación ya había sido afectada por el juicio político, mucho más que la vaga “censura” que muchos demócratas preferían. Clinton se convirtió en el tercer presidente en pasar por una investigación de juicio político, con lo que se unió de manera humillante a Andrew Johnson y Richard Nixon. Ahora los niños aprenden en la escuela que se impugna a un presidente cuando este se porta muy mal.
Los estadounidenses siguieron aprobando el desempeño laboral de Clinton, según mostraron las encuestas pero, de igual modo, muchos dijeron desaprobarlo en lo personal. La incomodidad ayudó a definir la contienda presidencial del 2000, tanto en el punto de vista de la campaña de Gore como en la de George W. Bush.
El lema de Bush se convirtió en “restaurar el honor y la dignidad” de la Casa Blanca. Gore eligió a Joe Lieberman, quien se puede decir que era el crítico de Clinton de más alto perfil, como compañero de fórmula. “Todos aquellos que decían que la economía era muy buena, que solo había que usar el expediente de Clinton en la campaña, no estaban sentados en grupos de discusión en los estados donde el voto no era seguro, escuchando a esos electores indecisos a los que les preocupaba que continuara” ese comportamiento inmoral, dijo hace poco Tad Devine, un asesor de Gore, a Ron Brownstein, el editor de The Atlantic.
Poco después de las elecciones, Thomas E. Mann, del Instituto Brookings, escribió: “La mayoría de los estadounidenses estaban horrorizados ante su comportamiento; Clinton nunca recuperó el prestigio personal del que gozaba antes del escándalo”. Si Clinton hubiera luchado intensamente en la contienda del 2000, agregó Mann, “todo parece indicar que habría hecho más mal que bien entre los electores indecisos en los estados disputados”.
Es cierto, Gore fue un mal candidato, y un candidato más fuerte bien podría haber superado el escándalo. Pero el escándalo dificultó más su trabajo. Perdió una gran proporción del electorado que aprobaba el desempeño de Clinton, pero que lo desaprobaba como persona, como me dijo el encuestador demócrata Stan Greenberg. Y los electores republicanos leales, frustrados por la absolución de Clinton, acudieron a las urnas de manera multitudinaria, según Matthew Dowd, un importante asesor de Bush. Al final, Gore ganó el voto popular por un margen muy pequeño, a pesar de tener a su favor la economía más fuerte en décadas, y perdió las elecciones.
A lo largo de los próximos ocho años, los republicanos siguieron conservando la Casa Blanca y, por lo general, también el control sobre el Congreso. Solo la impopular presidencia de Bush (con el huracán Katrina, la guerra de Irak y la crisis financiera) les devolvieron el mando a los demócratas. Resulta imposible saber cómo habrían sido las cosas si los republicanos no hubieran tratado de impugnar a Clinton, por supuesto, pero hay pocos indicios de que el precio que pagaron por hacerlo fue elevado, si acaso les costó algo.
Hoy, los fundamentos para la impugnación son más fuertes que en 1998. En la política, una mayor parte de los estadounidenses ya apoya el juicio político en comparación con 1998, además de que el índice de aprobación de Trump apenas es de un 42 por ciento.
En el fondo, creo que el comportamiento de Clinton estaba en una zona gris de “delitos graves y faltas leves”: fue algo abominable, ilegal, pero, en gran medida, personal. A todas luces, el comportamiento de Trump es motivo de impugnación, ya que involucra una de las principales justificaciones de los fundadores de la patria: la injerencia extranjera.
Trump ha hecho méritos para ser impugnado y, de serlo, ese acto seguramente empeorará la opinión que los electores indecisos tienen de él, casi tanto como le ocurrió a Clinton. La gran interrogante ahora es cuán bien gestionarán el proceso los demócratas. Deberían actuar rápido para celebrar más audiencias públicas, en lugar de las sesiones privadas que realizaron la semana pasada, para que los estadounidenses puedan entender mejor cómo fue que Trump pervirtió la política exterior estadounidense y la seguridad nacional en busca de su propio beneficio.
En última instancia, el juicio político bien puede herir a algunos demócratas de distritos que favorecen a Trump, tanto como afectó a varios republicanos hace veinte años. Pero también es muy probable que haga mella en Trump y su hosca reacción sugiere que él lo sabe. Esa es una compensación que vale la pena.
c.2019 The New York Times Company