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La nueva ola de violencia narco en Rosario inquieta a los argentinos y pone a prueba a Milei

La nueva ola de violencia narco en Rosario inquieta a los argentinos y pone a prueba a Milei

Ese 9 de marzo, Bruno Bussanich silbaba acomodaba unos recibos en la oficina de la gasolinera cuando un adolescente entró y sin mediar palabra le disparó tres tiros. El joven de 25 años cayó agarrándose el pecho y su agresor huyó con la pistola y sin llevarse nada, según capturaron las cámaras de seguridad del lugar en Rosario, la tercera mayor ciudad de Argentina y conocida internacionalmente por ser el lugar de nacimiento del astro del fútbol Lionel Messi.

Cerca del cadáver había una nota que rezaba: “No queremos negociar nada… queremos nuestros derechos”. El mensaje, que además contenía la amenaza de “matar a más inocentes”, estaba firmado por narcos que operan en varias zonas de Rosario y fue dirigido a las autoridades de la provincia de Santa Fe, donde se encuentra esa ciudad situada a 300 kilómetros de Buenos Aires.

La ejecución de Bussanich fue la cuarta ordenada por narcos encarcelados en el marco de una ola de violencia que no tiene precedentes en Rosario. Según la justicia, los crímenes fueron en represalia por la decisión de las autoridades de endurecer las condiciones de detención que los narcos cumplen en prisiones provinciales y federales desde las cuales siguen operando sus negocios.

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Apaciguar Rosario y terminar con el poder narco que la tiene cooptada desde hace más de 15 años es uno de los principales desafíos del presidente Javier Milei, quien ha vinculado el éxito de su gestión no sólo a salvar la hundida economía sino a combatir la criminalidad.

“Estamos enfrentando a un grupo de narcoterroristas desesperados por sostener el poder y la impunidad… Vamos a encerrarlos, aislarlos, recuperar las calles”, afirmó el mandatario, un economista de ultraderecha que asumió el 10 de diciembre, sobre la muerte a tiros de Bussanich, dos taxistas y el conductor de un autobús.

Los atemorizados rosarinos aplauden la ofensiva coordinada del gobierno nacional y del gobernador de Santa Fe, Maximiliano Pullaro, contra las bandas narcos tras la inacción de administraciones anteriores. Pero al mismo tiempo temen que este enfoque combativo los deje atrapados en la línea de fuego.

“Estoy de acuerdo con la política del gobierno en las cárceles. Se tiene que terminar esto de una vez por todas; pero por el otro lado (los narcos) se la agarran con el que no tiene la culpa”, apuntó Analía Manso, de 37 años.

En tanto, uno de los compañeros de trabajo de Bussanich, quien se identificó sólo como Ezequiel porque tiene miedo de ser blanco de ataques, afirmó que “en esta guerra entre narcos y políticos los que la pagamos somos los laburantes (trabajadores)”.

Las represalias de las bandas comenzaron el mismo día en que Pullaro compartió en sus redes sociales fotos de presos sentados en el suelo, con las cabezas gachas y las manos hacia atrás luego de una requisa en sus celdas, una escena que recordó a la represión del presidente Nayib Bukele contra las pandillas de El Salvador.

Otros rosarinos consideran que las medidas son inútiles por el entramado de corrupción que, según expertos y funcionarios, cubre sectores de la política, la justicia y las fuerzas de seguridad en Rosario.

” ¿Cómo que las fuerzas (policiales) no van a poder?”, se preguntó en declaraciones a la prensa Germán Bussanich, padre de Bruno, quien instó a Milei a “ir a fondo”.

En las últimas semanas las autoridades han anunciado la confiscación de cientos de celulares a los presos, han restringido las visitas en las cárceles y enviado fuerzas de seguridad federales a patrullar las calles.

Los cuatro asesinatos impactaron en la opinión pública argentina de tal forma que el propio papa Francisco se solidarizó con sus compatriotas en Rosario. Instó a que una justicia independiente investigue “la corrupción” que facilita el negocio de la droga y a los políticos a recuperar el “entramado social” de la ciudad.

Desde los ataques muchos rosarinos han cambiado sus hábitos

“Si me tengo que tomar el colectivo (autobús), no me siento cerca del chofer, me voy lo más atrás que puedo”, contó Florencia Petrelli, de 37 años. Celeste Núñez, de 21 y empleada en una gasolinera, dijo que cuando se va a trabajar se despide de su familia como si fuera la última vez que los ve.

Rodrigo Domínguez, un estudiante de 20 años, dejó de salir de noche porque “es un desastre, es bastante peligroso”.

Rosario se convirtió en uno de los principales centros del narcotráfico en Argentina a medida que la represión del tráfico de estupefacientes en América Latina empujó el negocio hacia el sur. El río Paraná, a orillas de la ciudad, facilita el tráfico de cocaína y otras sustancias que provienen de países sudamericanos. Parte de esa droga se distribuye para consumo interno y la otra parte se envía a Buenos Aires desde donde es triangulada a destinos nacionales e internacionales, según expertos.

En ningún otro lugar de Argentina como en Rosario es tan palpable la violencia de las bandas de narcotraficantes como Los Monos o La Familia Alvarado, que la han convertido en la urbe más peligrosa del país con una tasa de homicidios que quintuplica la nacional de 4,2 por cada 100.000 habitantes.

Aunque la ciudad argentina nunca ha sufrido los atentados con coche bomba y los asesinatos de policías que han asolado México, Colombia, y más recientemente Ecuador, la escisión de las bandas callejeras ha alimentado el derramamiento de sangre.

“No se acerca a la violencia de México porque todavía tenemos la capacidad de disuasión del gobierno en Argentina”, dijo Marcelo Bergman, profesor y director del Centro de Estudios Latinoamericano sobre Inseguridad y Violencia (CELIV) de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. “Pero tenemos que vigilar Rosario porque las mayores amenazas no provienen tanto de los grandes cárteles como cuando estos grupos proliferan y se diversifican”.

Enriquecidas por el lucrativo comercio ilegal, que alimentó un auge inmobiliario producto del lavado de dinero, las organizaciones criminales rosarinas cuyos líderes están mayoritariamente en prisión reclutan a jóvenes en los barrios pobres de la ciudad a los que llaman “soldaditos”, que trafican y defienden el territorio de sus jefes ejerciendo la violencia a cambio de algunos cientos de dólares.

El hijo adolescente de Gerónima Benítez fue asesinado en 2022 aparentemente en una pelea entre vendedores de droga. El homicidio no ha sido resuelto a pesar de que los vecinos sospechan quién es el autor, se lamentó Benítez, quien dijo haber golpeado en vano las puertas de la justicia y la policía para obtener ayuda.

“Hay muchos casos que no se resuelven. El barrio sabe bien la situación de los que están en eso”, señaló Benítez.

Los enfrentamientos violentos entre bandas rivales han sido reemplazados ahora por ataques contra ciudadanos desprevenidos en zonas de la ciudad que antes eran consideradas seguras.

“Se ha visto más violencia y el modus operandi es distinto… esta seguidilla de muertes en poco tiempo fue lo que marcó la diferencia”, dijo Georgina Wilke, de 45 años y con 20 años de servicio en la policía provincial. “Somos personas primero, luego somos policías y funcionarios, y como a cualquiera nos ha golpeado muy fuerte”, señaló mientras patrullaba las calles en una camioneta.

Tres fiscales federales señalaron que el empleado de la gasolinera y las otras tres víctimas fueron elegidos al azar y que poderosos narcos de bandas rosarinas encarcelados en dos prisiones transmitieron las órdenes para asesinarlos a través de visitas familiares y videollamadas.

Los autores intelectuales de estos crímenes reunieron equipos de asesinos y pagaron cientos de dólares a menores de edad para ejecutar los ataques.

En el caso de Bussanich, presos del penal federal de Ezeiza —situado en la provincia de Buenos Aires— que están vinculados con la organización del encarcelado capo rosarino Esteban Lindos Alvarado dieron las instrucciones sobre el crimen en una videollamada, dijeron tres fiscales federales.

El adolescente señalado como el autor material mantuvo la charla virtual en la vivienda en Rosario de un narco que cumple arresto domiciliario. Allí recibió el arma y el mensaje intimidatorio que dejó luego en la escena del crimen.

En su dictamen los fiscales afirmaron que la cadena de homicidios en menos de una semana, entre otros ataques como el intento de asesinato de un chofer de autobús y la balacera contra una comisaría, destrozaron “la paz de toda una sociedad”.

Tras la caída del sol en Rosario hay poco movimiento y los restaurantes quedan casi vacíos. “Un sábado a la noche de trabajar con 230 cubiertos trabajamos como mucho 70”, dijo Karina Ledesma, empleada en un local gastronómico. El restaurante que está gestionado por uno de los hermanos de Messi apenas atendió comensales durante la última Semana Santa a fines de marzo.

Vecinas que se sienten atemorizadas están armadas. Una de ellas, que no se quiso identificar, contó que ha comenzado a tomar clases de tiro y porta una pistola calibre 22 cuando sale a la calle.

Las autoridades nacionales y de Santa Fe —de distinto signo político— se muestran unidas en el combate al que Milei llama “narcoterrorismo” y contra el que ha presentado varias iniciativas en el Congreso, entre ellas una que propone sumar a los militares en la lucha contra este delito.

Omar Pereira, secretario de Seguridad Pública de Santa Fe, sostuvo que las últimas políticas implementadas en materia carcelaria representan un cambio respecto de los viejos acuerdos entre el poder político y las bandas criminales para que el negocio siguiera funcionando. “¿Cuál fue la idea? Acá no hay pacto, ni implícito, ni explícito. Y vinieron las amenazas”, apuntó Pereira.

El funcionario admitió que queda un largo trabajo para reducir las prácticas corruptas y la ineficacia del sistema de seguridad. Uno de los problemas persistentes es la deficiente inhibición de la señal de los teléfonos móviles en las cárceles. “Tiene sus fisuras”, admitió.

Durante la última década los rosarinos han visto con recelo cómo los presidentes y sus promesas iban y venían. Lo que perdura, dicen, es la violencia.

“Es como un cáncer que crece y crece”, dijo Benítez. “Los que vivimos afuera vivimos encarcelados”, agregó junto a una de las ventanas de su casa protegida con barrotes de hierro. “Los que están adentro de las cárceles lo tienen todo”.

 

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