Hace nueve meses, solo el miedo y la muerte recorrían las calles de Wuhan. Hoy, por las calles de Wuhan se ve cada vez más gente sin mascarilla, los atascos vuelven a colapsar el tráfico, los mercadillos y restaurantes están llenos y las mujeres bailan en las plazas al atardecer.
Mientras el coronavirus marca su máximo de contagios diarios en Estados Unidos y obliga a imponer restricciones en Europa, en China se respira una normalidad especialmente asombrosa en el epicentro de la pandemia: Wuhan.
Tras su confinamiento estricto de 76 días, del 23 de enero al 8 de abril, esta ciudad de once millones de habitantes lleva desde antes del verano sin informar de contagios locales y la vida ha vuelto a su rutina de cada día.
Bajo un agradable sol de otoño, los abuelos juegan a las damas chinas y cantan bajo el Primer Puente sobre el Yangtsé mientras un grupo de mayores cruza a nado el río emulando a Mao. Al anochecer, los rascacielos se iluminan con colores y figuras de médicos y enfermeras para agradecer su esfuerzo durante la epidemia y dar ánimos a los vecinos de Wuhan.
A toda velocidad, lo hacían a bordo de las ambulancias y furgonetas de las funerarias que cruzaban entre la niebla los majestuosos puentes sobre el río Yangtsé. Ocultas tras fantasmagóricos trajes especiales de protección, se enseñoreaban de esta megalópolis del centro de China que, de la noche a la mañana, se había quedado desierta.
Con la misma furia con que vaciaban las avenidas bajo sus rascacielos de vértigo, desbordaban los hospitales con enfermos de una misteriosa y letal neumonía que se propagaba como la peste. Hace nueve meses, en Wuhan solo campaban a sus anchas la muerte y el miedo que había traído de no se sabe dónde un nuevo coronavirus.
Fuente: ABC.es