La situación podría considerarse poética si no fuera tan dolorosa. Donald Trump ganó la Casa Blanca en buena medida por hacer una campaña para cerrar las fronteras de Estados Unidos a básicamente todo aquel que no fuera descendiente de europeos. “¿Por qué aceptamos a todas esas personas de países de mierda?”, alguna vez preguntó, en referencia a los haitianos, los salvadoreños y los africanos. “Deberíamos aceptar a más gente de lugares como Noruega”.
Entonces, ¿cuál es la conclusión sobre la propia cercanía de Estados Unidos con la letrina mundial de Trump ahora que “lugares como Noruega” han decidido cerrarnos de manera indefinida sus fronteras?
En la lista de naciones a las que pronto reabrirán sus fronteras Noruega y el resto de Europa, se encuentran tres del continente al que Trump echó por el inodoro: Argelia, Marruecos y Ruanda. Canadá también está en la lista. Al igual que China, suponiendo que corresponda el gesto.
Sin embargo, los Estados Unidos de Trump no están en la lista, porque no estamos ni cerca de cumplir con los criterios que exige Europa para la reducción de la propagación del coronavirus. El nivel de éxito de una sociedad frente a una pandemia tal vez sea la medida más objetiva para medir la capacidad nacional —por no hablar de “grandeza”— y, en este tema, como en muchos otros actualmente, Estados Unidos está rondando el fondo.
He vivido en Estados Unidos durante más de 30 años y no me viene a la mente ningún fracaso nacional tan brutal y rotundo como este. Cuando veo las gráficas que muestran cómo se disparan las infecciones en Estados Unidos mientras el virus se calma en casi todos los otros países ricos, siento el escozor de la derrota, la miseria y la vergüenza.
Como inmigrante de Sudáfrica, me cuesta trabajo no considerar la humillación europea sobre los viajes como el mejor de los merecidos para la xenofobia de Trump. Como muchos estadounidenses, a veces me encuentro con que doy por sentado el excepcionalismo estadounidense: la idea de que los ideales fundadores de Estados Unidos nos dan una superioridad moral frente a naciones “comunes y corrientes” y nos confiere una credibilidad y un entendimiento especiales al momento de enfrentar crisis globales.
Sin embargo, el fracaso para enfrentar la pandemia en Estados Unidos demuele la noción de que nuestro país es mejor sin la gente y las ideas que nacen más allá de nuestras fronteras. Los últimos meses deberían terminar de demostrar la absurda proposición según la cual Estados Unidos disfruta de una especie de monopolio de la brillantez. No cabe la menor duda de que no es el caso. En vez de aislarnos del planeta, deberíamos invitar a otros a unirse al proyecto urgente de la reconstrucción de Estados Unidos.
A menudo, menciono mi apoyo sobre este tema. Como lo he afirmado antes, estoy a favor de abrir por completo las fronteras de Estados Unidos a la mayor parte del mundo. Mis razones principales son morales: no creo que un país fundado sobre la idea de que todos somos iguales deba aislarse de los miles de millones de personas con ambiciones que viven más allá de nuestras costas.
También hay sólidos argumentos económicos y estratégicos en favor de la apertura; el excepcionalismo estadounidense es imposible sin la inmigración. La única manera de que un país con menos del cinco por ciento de la población mundial pueda mantener la superioridad cultural y económica a largo plazo, a la que se sienten con derecho muchos estadounidenses, es producir en conjunto mucho más que el cinco por ciento de las mejores ideas del mundo.
La única forma de hacerlo es invitando al otro 95 por ciento. Pasé una gran parte de mi carrera cubriendo Silicon Valley. Algunas de las empresas más innovadoras del mundo —desde Google e Intel hasta Instagram y Stripe— fueron fundadas por inmigrantes, y muchas personas de la industria aseguran que nada funcionaría en ese lugar sin la inmigración.
No soy de esos izquierdosos que creen que Trump tiene toda la culpa de nuestra respuesta fallida frente al virus. Aquí, el colapso fue tan completo que expone males más grandes y persistentes: nuestro tambaleante sistema de atención médica, la crueldad de nuestra economía, nuestra red de seguridad endeble como queso suizo y nuestra polarización política que envenena una acción eficaz, pero destaca en suscitar guerras culturales sin sentido.
La totalidad de nuestro fracaso es precisamente la razón para buscar el éxito afuera… y, sin embargo, Trump ha usado el virus como una excusa para acelerar sus restricciones a la inmigración.
La semana pasada, Trump suspendió la emisión de visas de trabajo para cientos de miles de extranjeros, desde personal del sector tecnológico y trabajadores estacionales en la industria hotelera hasta niñeras y estudiantes.
Las restricciones afectan a otro grupo: los médicos. Unos 127.000 doctores, casi una cuarta parte de los médicos de Estados Unidos, son inmigrantes. Muchos de ellos están tratando a pacientes con coronavirus en comunidades sin suficientes profesionales de la salud. Todo este tiempo, los médicos inmigrantes se han tenido que preocupar no solo de la posibilidad de morir a causa del virus mientras cuidan estadounidenses, sino también de que, si lo hacen, podrían deportar a sus familias.
Es una locura. Y todavía hay más: si seguimos rechazando a los extranjeros, ¿qué justifica nuestra suposición arrogante de que los mejores y los más brillantes del mundo querrán venir aquí?
Por ejemplo, consideremos Ruanda, uno de los países que entró en la lista europea. En 1994, Ruanda sufrió un genocidio, para el cual la respuesta tristemente célebre de Estados Unidos y las Naciones Unidas fue negarse a intervenir. Fueron asesinadas casi un millón de personas. En los 26 años que han pasado desde ese suceso, Ruanda se ha reconstruido y ahora puede presumir que tiene uno de los sistemas médicos más capaces de África. Los trece millones de personas de Ruanda tienen una cobertura casi universal de atención médica; el país usa drones para transportar sangre y otros suministros a hospitales lejanos.
Y cuando llegó el coronavirus, gracias a que Ruanda estableció el rastreo de contactos para detener rápidamente la propagación del virus, se convirtió en uno de los varios países africanos en sofocarlo. Hasta la fecha, solo hay dos casos conocidos de muertes ruandesas por COVID-19.
De verdad espero que los ruandeses y otros que son testigos de la disfunción estadounidense no se sientan tentados a celebrar nuestra caída. El fracaso de Estados Unidos frente al coronavirus es una pérdida para el mundo, el cual ha dependido desde hace mucho tiempo del liderazgo estadounidense para combatir crisis mundiales.
La lección es evidente: estamos juntos en esto. Es momento de dejar de fingir que Estados Unidos, y los estadounidenses, tienen todas las respuestas. Necesitamos toda la ayuda posible.
El presidente estadounidense, Donald Trump, camina a lo largo del muro fronterizo en San Luis, Arizona, el 23 de junio de 2020. (Doug Mills/The New York Times)
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