SEPARADO DE SU FAMILIA Y PREOCUPADO POR PACIENTES Y COLEGAS, UN INTERNISTA APOSTADO DONDE COMENZÓ EL BROTE DE ESTADOS UNIDOS HACE UN RECUENTO DE SUS PÉRDIDAS Y SUS BENDICIONES.
“Te amo”, le dije a mi esposa. Luego, en voz baja: “Adiós”.
Eran las 6 de la mañana y me estaba levantando para ir a trabajar. De haber dicho más, a ella le habría costado trabajo volver a dormirse. Esa noche ya la habían despertado varias veces nuestros dos hijos, de 4 años y 13 meses. Nuestro bebé de 4 años que respiraba ruidosamente ahora estaba enroscado en una almohada al lado de la cama.
“Te amo”, respondió ella, y comenzó a moverse.
Sentí un abrumador deseo de acercarme, para sentir la suavidad de su cabello, la calidez de sus caricias, algo tan simple como un beso. Con un sentimiento de vacío, me di la vuelta y salí aprisa, sin saber cuándo la volvería a ver.
Han pasado casi tres semanas desde entonces el hospital de Kirkland, Washington, donde trabajo diagnosticó un par de casos de un nuevo coronavirus y vio a los primeros pacientes de la COVID-19 sucumbir ante los embates de la enfermedad hasta convertirse en el epicentro del brote nacional. Aquella oscura mañana fue la última vez que vi a mi esposa o a mis hijos en persona, hasta la fecha en que escribo esto.
Mi esposa y yo habíamos pensado —y resultó ser cierto— que yo había estado expuesto a pacientes infectados con coronavirus antes de que cualquiera supiera que había llegado a nuestro país. Mientras mis colegas y yo luchábamos para ponernos y quitarnos el equipo de protección personal ese primer día de vuelta al servicio, mi esposa se apuraba para empacar vasos entrenadores, ropa de la familia, actividades y una cuna de viaje, distraída por preocupaciones de que yo me enfermara.
Ella y los niños se irían a casa de la familia de un hermano mientras yo trabajaba en el hospital y me quedaba en nuestra casa. Los primos podrían jugar juntos y ella tendría ayuda; sería más seguro que el espacio reducido con los abuelos.
Ambos sabíamos que yo estaría cada día más expuesto en el trabajo. Es la realidad de atender a pacientes hospitalizados infectados con un virus que se propaga por el aire y puede permanecer en superficies durante días. Cada turno y paciente aumentan la posibilidad de que otro trabajador de salud se infecte. Todavía más perturbadora es la posibilidad de que el virus encuentre la forma de llegar a casa con nuestros seres queridos.
Después de que el primer periodo de cuarentena pasó y continué estando sano, le supliqué a mi esposa que viniera a casa con los niños. Para entonces, había desarrollado un ritual de cambiarme la ropa del hospital en el trabajo y dejarla ahí, luego quitarme la ropa de calle afuera de mi casa en el aire frío y dirigirme de inmediato a un baño caliente. En otra época, esto habría parecido innecesario, exagerado y compulsivo. Ahora era la norma.
Para mantenerlos a todos sanos, propuse que, al regresar del trabajo, evitaría a los niños por completo y me aislaría en un cuarto para visitas mientras mi esposa me llevaba comida.
“Entonces voy a tener tres niños que cuidar, en lugar de dos”, dijo ella dejando escapar una carcajada. Pero ella tenía otra preocupación: es dentista y no quería poner a sus pacientes en riesgo.
Esa preocupación fue irrelevante cuando su clínica canceló todas las citas y siguió abierta solo para emergencias. Además, el virus estaba decidido a ser endémico, lo cual significa que ya había habido una dispersión comunitaria desde hace semanas, así que el hecho de que yo expusiera a mi familia al virus ya no me parecía un problema tan grave. Hicimos planes para que regresaran a casa, pero mi hijo de 4 años tuvo fiebre, tos y fatiga. Nuestro niño pequeño que normalmente estaba lleno de energía pasó dos días en cama con escalofríos que lo hacían temblar.
Todavía no había pruebas disponibles para confirmar si era el nuevo coronavirus; era más seguro suponer que lo era. Ahora el mayor temor era que yo contrajera el virus de mi familia y tuviera que faltar al trabajo dos semanas cuando se me necesitaba, un temor que se validó cuando me llamaron para cubrir a un colega posiblemente enfermo, lo cual me hizo trabajar 10 de 11 días.
Por ahora, después de cada turno de doce horas o más, tengo que conformarme con hablar con mi esposa e hijos a través de una pantalla. Termino cada día ondeando la mano frente la computadora portátil y diciendo: “Los amo”, deseando buenas noches una vez más. La calidad de imagen es tan buena —sus rostros dulces tan nítidos y llenos de vida— que casi es como si estuvieran aquí conmigo.
Esta tecnología de tiempo real a veces es una especie de burla, un recordatorio angustiante de que nuestra tecnología de tiempo real no fue suficientemente buena para reconocer un virus que se propagaba sin darnos cuenta entre tantas comunidades. Una burla que, a pesar de nuestra destreza tecnológica, nuestras capacidades de prueba siguen siendo lamentablemente inadecuadas. Como no tenemos la tecnología, la capacidad ni los recursos para efectuar pruebas y saber, amigos y familiares deben mantenerse a distancia.
En tiempos del coronavirus, un “te amo” es lo que decimos antes de la soledad o la pérdida, no antes de un abrazo o un beso.
“Te amo”, le dice una colega mía a su bebé recién nacido después de que su prueba de COVID-19 sale positiva y tiene que autoaislarse en casa.
“Te amo”, le dice un médico de la sala de urgencias que conozco a su familia antes de que introduzcan una sonda en sus vías respiratorias y sus colegas se inclinen sobre su cuerpo, trabajando para salvarle la vida: la batalla emocional hace pedazos el aura de invencibilidad que solemos sentir como proveedores de servicios médicos.
“Te amo”, le dice el marido a su esposa, ambos enfermos de coronavirus, hospitalizados en habitaciones contiguas. Sus ojos se encuentran mientras a él se lo llevan a la unidad de cuidados intensivos para conectarlo a un respirador artificial a medida que su estado empeora rápidamente. Tal vez sea la última vez que se vean con vida. Puede que su intercambio de un “te amo” sean las últimas palabras que se digan entre sí.
Detrás de las batas, los cubrebocas y las gafas, no hay ojos que no tengan lágrimas entre las enfermeras, los terapeutas respiratorios y los médicos que han luchado con todas sus fuerzas para mantenerlo con vida mientras lo ven rodar en la camilla por el pasillo, hasta perderlo de vista.
Una mujer mayor, con los pulmones llenos de pus e inflamación, se esfuerza para decir “te amo” a sus nietos por una videollamada; el virus es demasiado contagioso para una despedida en persona. Le cuesta trabajo respirar y es evidente que está consternada. Tanto su hija, que es enfermera, y yo le pedimos que nos deje aumentar la dosis de los medicamentos que le ayudan a estar cómoda, pero sedada. Ella se niega por ahora pues quiere tener un poco más de tiempo con sus nietos para preguntarles por su tarea.
Escucho a la hija de la paciente explicarles a sus hijos que su abuela se va a ir al cielo y no la volverán a ver. Me acerco para darle un abrazo, como he hecho con muchos otros pacientes que están a punto de morir, pero me detengo. Este sencillo acto de empatía como proveedor de salud, como ser humano, conlleva demasiado riesgo de transmisión.
A medida que las unidades de cuidados intensivos aquí y en todo el país comienzan a quedarse sin camas disponibles, equipo y personal, estos momentos en los que las personas dicen “te amo” cuando quieren decir “adiós” solo se volverán más habituales.
Y yo soy una de esas personas.
“Los amo”, les dije a mis propios padres después de recordarles que se quedaran en casa tanto como pudieran. Les advertí que no nos verían ni a mí ni a sus nietos durante semanas y quizás meses. Mi madre y padre fueron afortunados de haber sobrevivido a los campos de exterminio de Camboya y haber migrado a Estados Unidos. Fueron afortunados de haber encontrado trabajo, un hogar y una vida aquí. Pero en sus años dorados, con problemas médicos, no confío en su suerte durante una pandemia.
“Ten cuidado”, dijo mi madre. “Me preocupas. Trabajas tan arduamente”.
Todavía me recuerda cuando era un estudiante de medicina exhausto al final de un turno de 30 horas. En aquel entonces, ella trabajaba limpiando nuestro hospital del condado, y veía con orgullo a su hijo aprovechar sus sacrificios para alcanzar su sueño de convertirse en médico. Ahora solo es una madre preocupada por su hijo que se encuentra en el frente de batalla de una guerra contra un enemigo invisible.
Decir adiós como una forma de demostrar amor también es como combatimos este virus. En este momento, el distanciamiento social es la única manera de proteger a nuestros seres queridos que son más vulnerables. La tecnología de video ayuda a zanjar las divisiones, por inadecuada que pueda sentirse.
Hace poco, tuve sentimientos encontrados al ver los primeros pasos de mi hijo menor en un iPad. Me sentí orgulloso de él y contento de poder ser testigo de ese logro, pero me habría encantado ser la persona hacia la que caminaba.
Superar el brote no será fácil y lo peor está por venir. Ninguno de nosotros saldrá intacto. Pero creo que decir hasta pronto —y luego mantener nuestra distancia— es nuestra mejor esperanza para sobrevivir y poder regresar a un momento en el que pueda abrazar a mi esposa y a mis hijos sin sentir miedo.
Cuando “te amo” signifique “hola” otra vez.
c.2020 The New York Times Company