Infobae.- Julieta ya era una estudiante avanzada de Derecho cuando se atrevió a dejar la UBA y el resto de su vida para concretar una necesidad que había masticado desde la adolescencia: convertirse en monja. Sabía que sus padres iban a poner el grito en el cielo, así que aprovechó que estaban de vacaciones, les dejó una carta y entró al noviciado a escondidas. Era el verano de 1994: cuando sus padres volvieron de Mar del Plata, ya era tarde.
Hugo, en cambio, no había querido ser otra cosa que sacerdote desde la primaria y su familia, en Rosario, lo había apoyado.
Julieta y Hugo se conocieron en aquella época, hace casi tres décadas. Ella estaba en su mundo: tenía 22 años, era la monjita nueva, y su atención estaba puesta en otro lado. Él, en cambio, sintió una atracción inmediata por ella.
“Era una mujer hermosa”, sonríe él del otro lado de la cámara. Sin embargo, ambos tenían votos de castidad, por lo que no dijo ni hizo nada. “Reconocí esa atracción”, sigue él. “O sea, la asumí, pero me la tragué”.
Ninguno imaginó lo que iba a venir después de esos 17 años de monja y de esos 30 años de sacerdote. Ni el “amor prohibido” que se iban a animar a vivir, ni el escándalo que muchos vieron en esa relación. Mucho menos que, al final, iban a pasar por encima de todo y que iba a suceder lo que sucedió el jueves: su casamiento, la boda de una ex monja con un ex cura, en el famoso Registro Civil de la calle Uruguay.
Por qué entró, por qué salió
“Yo siempre tuve muchas inquietudes sociales, siempre sentí que podía hacer algo por las personas que menos tenían”, cuenta a Infobae Julieta Díaz, 50 años, desde el monoambiente en el que vive con Hugo Pisana y sus dos gatos, en Villa Devoto.
“¿Pero ser monja? Me asustaba muchísimo la idea”, sigue. “Es que yo soy bastante fantasiosa, así que pensaba ‘estoy flasheando’, si yo ni siquiera había ido a un colegio católico”.
El miedo no era a vivir encerrada o a tener que vivir en la abstinencia sexual de por vida sino a estar dándole entidad a “una locura mía”. Así que empezó a formarse para ser abogada y dejó sus tareas en las villas con la parroquia del barrio para los fines de semana.
Hasta que dijo el primer “no puedo más” de su vida.
“Yo nunca había visto una monja en vivo y en directo”, cuenta ella, y Hugo se ríe de fondo. Julieta le dejó la carta a sus padres -que “se negaban rotundamente a que yo entrara a la congregación”-, e ingresó al noviciado de las religiosas de Jesús María, en Bella Vista. Durante los 17 años que siguieron, fue una monja activa: estudió, asistió a los más pobres, fue preceptora de un colegio.
El noviciado estaba cerca del Colegio Máximo de San Miguel, donde vivían los sacerdotes jesuitas como Hugo. “Las monjas que sabíamos manejar íbamos a buscar a los sacerdotes para que vinieran a celebrar la misa, así que lo veía siempre y charlábamos mucho”.
Julieta dice que no miró a ese hombre con otros ojos en aquel momento pero eso no significa que no se haya enamorado mientras era monja.
“Me enamoré varias veces, sí. Yo nunca tuve eso de que las monjas se casan con Dios, no estaba en mi imaginario. ¿Qué hice? Cuando sos monja y te enamorás lo conversás con tu superiora. En el lenguaje religioso se habla de ‘sublimar’, o sea, lo que tenés que hacer es poner en otras cosas eso que sentís. Pero en verdad, sí, yo siento que hacés un bollito, te lo guardás y seguís”.
Tenía casi 21 años cuando entró y 37 cuando decidió irse. ¿Por qué? Por un lado, su tarea ya no era estar en la calle con los más pobres sino ser la representante legal de un colegio.
“Sentía que me había convertido en una funcionaria”, cuenta. Por otro, “mis opiniones acerca de temas controvertidos, por ejemplo la homosexualidad, no se compartían en la comunidad”. El detonante fue el día en el que un amigo de toda la vida la llamó para contarle lo que, hasta el momento, era un secreto: “Que era un hombre al que le gustaban los hombres”.
Por quedarse para contenerlo, Julieta llegó tarde a misa y la levantaron en peso. Cuando explicó por qué no había llegado a tiempo le dijeron, sutilmente, que lo mejor era no ver tanto a ese amigo. El discurso de que las religiosas acompañaban a todos, se notaba, era un prolijo barniz pero en las capas más profundas no era eso lo que pasaba.
Un día Julieta subió al colectivo, sintió una brisa cálida en la cara, cerró los ojos y llegó al segundo “no puedo más” de su vida: “Me estaba faltando sonreír, había perdido la alegría”, recuerda.
Le ofrecieron tomarse una licencia, pero “yo soy todo o nada, así que dije que no. ¿Miedo? No, nunca tuve miedo”. Julieta se había comprometido a cumplir con los votos de castidad, pobreza y obediencia por lo que se fue con 37 años y sin haber tenido nunca una experiencia sexual.
“Igual te aseguro que el voto más difícil no fue el del celibato, sino el de obediencia”, asegura. Es decir, dejar que sus superioras tuvieran siempre la última palabra, obedecer sin chistar a criterios que no compartía. Mañana Julieta se va a casar con Hugo por Iglesia, por lo que está claro que obedecer en nombre de un “deber ser” nunca fue lo suyo.
Un amor prohibido
“Antes de enamorarme de Juli, yo también había empezado a sentir que ya no era feliz siendo sacerdote. También me había empezado a sentir un funcionario. La diferencia con ella es que a mí me costó mucho dejarlo, yo sí tuve miedo”, cuenta a Infobae Hugo Pisana, que ahora tiene 55 años.
Había muchas cosas que venían haciéndole ruido también a él: “Por ejemplo, la ambición de poder de algunas personas del ámbito de la Iglesia Católica, el apego desmedido al dinero, a las comodidades, al bienestar….cosas con las que probablemente yo también traicioné mi propia vocación”.
Julieta ya era una “ex monja”, la auténtica novicia rebelde, cuando volvió a encontrarse con Hugo, que había vuelto de Italia pero seguía siendo sacerdote. “Yo estaba en un momento de mucha pesadumbre, de muchos cuestionamientos. Juli me contuvo con su amor y su presencia y me ayudó a dar el paso decisivo”, se emociona él.
Eso, que para el común de la gente es un acto de amor entre dos personas fue, en el ambiente, “un escándalo”.
“Un amor prohibido, sí, total”, asiente ella. “Para el círculo de la Iglesia, que parece grande pero es muy pequeño, era un escándalo. De hecho me llamó una amiga que no es religiosa y me dijo ‘Juli, mirá que todos están hablando de vos y de Hugo. Por favor, que esto no sea un escándalo’. ¿Sabés qué hice yo? Le dije ‘bueno’, corté y seguí mi vida con él”.
Estuvieron juntos los dos primeros años “no a escondidas pero tampoco era una relación pública”, reconoce él. Igual, el chisme ya corría de manera incontrolable.
“Escándalo, en sentido religioso, significa ‘un obstáculo para la fe de otros’. Entonces la pregunta que se hacían era ¿qué pasa con la doble vida de Hugo? Yo lo vivía como cuando uno está casado y no rompe con el matrimonio en el que está y empieza a ver a otra persona. Así, como una infidelidad mía”.
—O sea, ¿sentías culpa por tener una relación con ella pero no podías dejar de hacerlo?
—No es que no podía: no quería— responde Hugo.
Fueron dos años de culpa, “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.
“Culpa por no entregarme a Juli completamente y darle todo mi amor, y culpa por no darle a mi rol de sacerdote todo lo que correspondía si me quería quedar. Estar así, partido, no le hacía bien a nadie”.
Siguieron adelante, aunque no fue fácil: “Muchas personas me cancelaron primero por haberme ido”, interrumpe ella. “Pero sobre todo cuando se enteraron de que estábamos juntos. Lo viví con mucho dolor, porque tengo mil defectos pero no soy una persona que juzga lo que hacen los otros, pero a la vez estaba tranquila: sabía que estaba siendo fiel a mí misma y fiel a lo que sentía”.
Hugo, finalmente, se atrevió y dejó de ser sacerdote para poder vivir una vida libre con ella.
“Mucha gente quedó en el camino, gente que se sintió traicionada o decepcionada. Me dio pena la verdad, era gente muy cercana”, lamenta él. Hace cinco años que viven juntos y contestan a coro la pregunta que sigue.
—¿Extrañan algo de sus vidas religiosas?
—No, no, para nada.
Julieta volvió a estudiar Derecho en la UBA y ahora trabaja en una Obra Social. Hugo, a pesar de ser un experimentado profesor de Biblia, tiene prohibido dar clases en universidades católicas, por lo que sobrevive dando clases “en negro” de latín, de literatura o de filosofía. Es, además, docente en un colegio católico que tuvo la osadía de contratar a un sacerdote desertor.
Para él esas son las reglas de juego. Para ella no: “Hugo podría tener un trabajo mucho mejor, yo sí siento que lo castigaron”. Y es que hay reglas que Julieta sigue sin compartir: “Yo creo que la Iglesia se perdió a un gran sacerdote”, reflexionó cuando llamó a la sección “Parejas raras”, del programa de radio “Vuelta y media”.
“Podríamos haber sido un matrimonio dedicado a los demás”, refuerza ahora. ¿Todo esto significa que ya no son creyentes? La respuesta es no.
“Nos fuimos de la congregación pero seguimos creyendo en un Dios que es bueno y que nos ama incondicionalmente. Que ama más allá del título que tengas, de tu orientación sexual, de si tenés una cara linda: que te ama solo por ser un ser humano”, explica ella.
Por eso mañana al mediodía, cuando el párroco Guillermo los case en la parroquia Jesús de la Buena Esperanza de Villa Devoto -la única que los recibió sin juzgarlos-, habrá varios “invitados díscolos”: una pareja de mujeres, aquel amigo que le contó a Julieta que le gustaban los varones, divorciados que se volvieron a casar.
Julieta entrará vestida de color champagne para encontrarse con Hugo por primera vez del otro lado del mostrador.
“Ya no tenemos por qué ocultarnos”, se despide el flamante marido. “Somos solo una familia de dos personas basada en el amor”, cierra ella, que mañana caminará hacia el altar del brazo de su mamá, la misma mujer que un día de 1994 recibió la carta con el primer “no puedo más” de su vida.