El presunto envenenamiento del líder opositor ruso Alexei Navalny, el principal enemigo de Vladimir Putin en el país, puso en relieve el amplio historial de ataques químicos o con otras sustancias nocivas vinculados al Kremlin, con raíces en la actividad de la Unión Soviética.
El abogado Navalny fue hospitalizado de emergencia y su entorno asegura que lo único que ingirió en las horas previas fue un té en el aeropuerto, poco antes de abordar un vuelo a la capital rusa.
“Usted dice que no le ha pasado nada, pero tengo que preguntarle, a nivel nacional, no internacional, nacional, dentro de Rusia, ¿por qué tantas personas que se han opuesto a Vladimir Putin acaban muertas o cerca de morir?”.
La pregunta, planteada por el periodista Chris Wallace de Fox News en 2018, tiene una sólida base de antecedentes. En ese entonces, Putin eludió la pregunta.
“Todos tenemos rivales políticos”, afirmó, y como ejemplo señaló el asesinato de Martin Luther King Jr., el de John F. Kennedy, así como la violencia policial en Estados Unidos. “Lamentablemente hay algunos crímenes”, añadió.
Dos meses después de esa entrevista, en septiembre de 2018, el blanco de un ataque fue Pyotr Verzilov, artista, editor de un blog y miembro del grupo activista Pussy Riot, quien acabó en una unidad de cuidados intensivos y tuvo que ser trasladado a Berlín para recibir tratamiento.
Según el portal Meduza, “un poderoso bloqueador de neurotransmisores es lo que aparentemente dejó a Pyotr Verzilov en condición crítica”.Su familia dijo que está “1.000% segura” de que él no tomó medicaciones anticolinérgicas por su voluntad.
Verzilov se había hecho conocido en el mundo durante el Mundial de Rusia, cuando irrumpió con otras tres integrantes de Pussy Riot —en la primera acción pública del grupo en la que no hubo sólo mujeres— en el campo de juego del partido final.
Unos meses antes, en marzo de 2018, ocurrió un caso que dio la vuelta al mundo. El ex doble agente ruso Sergei Skripal, de 66 años, apareció moribundo en el banco de una plaza en Salisbury, Reino Unido, junto a su hija Yulia, de 33 años.
Skripal estaba radicado en el país desde 2010, tras salir de la cárcel en la que pasó sus últimos 13 años en Rusia. Había sido condenado por entregar información a los servicios de inteligencia británicos, siendo espía del Kremlin. Su liberación fue posible gracias a un intercambio de agentes.
Estudios toxicológicos descubrieron que ambos tenían rastros de novichok, un poderoso agente nervioso desarrollado en los 70 por la Unión Soviética. Tanto él como su hija batallaron varias semanas por su salud, pero pudieron sobrevivir.
Por el caso, dos presuntos agentes rusos, Alexandre Petrov y Ruslan Boshirov, sospechosos del ataque, aseguraron que viajaron a la remota localidad de Salisbury como un viaje de turismo, para visitar la “célebre catedral” de la ciudad, “conocida en todo el mundo”. Putin los defendió: “Son civiles. Les aseguro que no hay nada criminal”.
El activista Vladimir Kara-Murza, periodista y opositor al Kremlin, sufrió no uno sino dos presuntos ataques. Luego de realizar múltiples denuncias contra figuras del oficialismo en la Fundación Open Russia, Kara-Murza quedó en coma en 2015 con un fallo múltiple de órganos vitales.
Necesitó asistencia respiratoria y diálisis, pero sobrevivió. Dos años después, afirmó que sufrió un segundo envenenamiento que lo dejó varios meses hospitalizado, primero en Rusia y después en Estados Unidos, donde recibió transfusiones de sangre.
No sé ni quién, ni cómo, ni dónde me envenenaron, pero mi caso lleva el sello del Servicio de Seguridad Federal: sofisticado y sin dejar rastro. La intención era matar, no amedrentar. Si no logran silenciarte con calumnias y amenazas, utilizan el veneno o las balas”, aseguró en 2017 al periódico El País.
En tanto, su abogado dijo a CNN: “No tengo una prueba directa pero es posible (que lo hayan vuelto a envenenar) porque ninguno de sus médicos puede explicar la razón de su estado actual. La última vez y ahora de nuevo”.
En los primeros años de Putin en el poder, hubo algunos casos en el extranjero, pero muy ligados a Moscú.
Uno de los casos más resonantes ocurrió en 2006, cuando el ex coronel de KGB Alexander Litvinenko fue envenenado en Londres con el isótopo polonio 210. El juez británico Robert Owen estimó que Putin “probablemente aprobó” un plan del servicio secreto, ya llamado FSB, para matar a su sonoro detractor.
En noviembre de ese año, el ex espía ruso, abiertamente enfrentado a Putin, murió a los 43 años en un hospital londinense. Tres semanas antes, este ex hombre de los servicios secretos había tomado el té con otro ex agente ruso, Andrei Lugovoi. Su muerte provocó una crisis diplomática entre Londres y Moscú, que siempre rehusó extraditar al principal sospechoso.
Los envenenamientos habían vuelto al primer plano en 2002, cuando el mercenario saudí Ibn al-Khattab, líder de los fundamentalistas en el conflicto de Chechenia, recibió una carta, que le entregó en mano un agente secreto ruso, y cayó fulminado. Al año siguiente el primer ministro checheno, Anatoly Popov, fue intoxicado durante una cena poco antes de las elecciones; logró sobrevivir.
En 2004, cuando durante la campaña por la presidencia de Ucrania, Viktor Yuschenko resultó envenenado por la dioxina TCDD; fue tratado y vivió, pero su rostro quedó desfigurado y su tracto digestivo muy afectado. El líder político fue tratado a tiempo, sobrevivió y fue elegido presidente en enero de 2005, con una política enfrentada al Kremlin. Pese a los cuidados, su rostro deformado conserva los rastros de la enfermedad.
Al año siguiente Boris Volodarsky, un ex espía que vivía en Viena, escribió en The Wall Street Journal “La fábrica de venenos del KGB”, que unió el caso Yushchenko con el laboratorio del estalinismo: pronto comenzó a sufrir fuertes vómitos y fiebre muy alta, y se declaró envenenado. También sobrevivió. Médicos austríacos identificaron tres meses después un envenenamiento con dioxina del tipo TCDD, un agente cancerígeno que produce un acné en la piel.
Antecedentes soviéticos
La historia del veneno como herramienta de homicidio político tiene profundas raíces en Rusia. En la década de 1930, cuando Stalin gobernaba la Unión Soviética, encargó a Grigori Mayranovski la creación de un laboratorio secreto, que nutrió al servicio secreto NKVD de Lavrenti Beria. Es probable que, 30 años más tarde, Mayranovski haya probado su propia medicina: su muerte repentina, en 1960, sucedió apenas salió de la cárcel donde había cumplido una condena de nueve años por su “cosmopolitismo”.
Son más los casos sospechados que comprobados de muerte por envenenamiento en la era soviética, pero se dan por ciertos los del político ucraniano Okansader Shumski en 1946 y, al año siguiente, los del religioso Teodor Romzha y el diplomático sueco Raoul Wallenberg. Un mariscal de Adolf Hitler, Ewald von Kleist, siguió esa suerte; también otros dirigentes nacionalistas ucranianos, como Lev Rebet y Stepan Bandera.
En 1958, cuando el servicio secreto ya se llamaba KGB, el ex agente prófugo, Nikolái Jojlov, sufrió un envenenamiento, pero fue tratado en los Estados Unidos y sobrevivió. El último caso reconocido durante los años de la Guerra Fría fue la muerte del disidente búlgaro Gueorgui Markov, quien recibió un pinchazo con la punta de un paraguas y agonizó cuatro días.