En días recientes tanto este periódico como The Wall Street Journal han hablado sobre los hechos geopolíticos más importantes del siglo XXI: la gran potencia mundial en ascenso, la República Popular de China, se encamina hacia una crisis demográfica.
Al igual que Estados Unidos y la mayoría de los países desarrollados, China tiene un índice de natalidad que está muy por debajo del nivel de remplazo. A diferencia de muchos países desarrollados, China está envejeciendo sin haberse enriquecido primero.
Por supuesto que China se ha vuelto más rica: mi colega David Leonhardt, quien pasó tiempo en China al comienzo y al final de la década de 2010, acaba de escribir una columna que hace énfasis en la “madurez” de la economía china en ese periodo, en el crecimiento de las empresas emergentes y en el gasto del consumidor y la clase media.
Pero incluso tras años de crecimiento, el producto interno bruto per cápita chino todavía es de alrededor de una tercera o una cuarta parte del tamaño del de países vecinos como Corea del Sur y Japón. Sin embargo, su índice de natalidad ha convergido con el mundo rico mucho más rápida y completamente, lo cual tiene dos implicaciones interrelacionadas, ambas funestas.
En primer lugar, China tendrá que pagar por el cuidado de su vasta población de ancianos sin los recursos de los que disponen sociedades más ricas que enfrentan el mismo desafío. En segundo lugar, las posibilidades de crecimiento de ese país irán menguando con cada año en el que las tasas de natalidad estén por debajo del nivel de remplazo debido a que la baja fertilidad crea un círculo vicioso: una sociedad menos joven pierde dinamismo y crecimiento, así que hay menos apoyo económico para los que aspiran a ser padres, lo que a su vez reduce las tasas de natalidad, mismas que reducen el crecimiento…
El reportaje de The Times sobre las tasas de natalidad en China también nos recuerda que esta trampa es cultural, citando a una joven china que comenta sobre la generación moldeada por la política de hijo único: “Todos somos hijos únicos y, para ser honesta, un poco egoístas… ¿Cómo puedo criar a un niño cuando yo todavía lo soy?”. Esta es la explicación simplista de un problema real: tener hijos, que inevitablemente es una de las cosas más difíciles que hacen los seres humanos, se siente todavía más difícil en una sociedad en la cual los niños son invisibles, no hay hermanos y una familia grande es algo extraordinario; donde no hay modelos disponibles ni convenciones de solidaridad para la gente que contempla la paternidad.
En todo esto, lo que China está experimentando forma parte de la decadencia demográfica común del mundo desarrollado, que envuelve también a los países en desarrollo. Como escribe Lyman Stone en la edición más reciente de la revista National Review, la raza humana enfrenta cada vez más una “crisis de fertilidad global”, no solo una caída en los índices de natalidad europeos o estadounidenses o japoneses. Se trata de una crisis que podría sumir el crecimiento al ritmo más lento en la historia, en el mejor de los casos; en el peor, para citar un documento reciente del economista de Stanford Charles Jones, el riesgo es que haya “un resultado del Planeta Vacío: estándares de conocimiento y vida estancados para una población que se va desvaneciendo gradualmente”.
(Un comentario aparte para responder a una objeción predecible: sí, en una era de estancamiento, los niveles de dióxido de carbono no crecerán tan rápido, lo cual retrasará algunos de los efectos del cambio climático, pero al mismo tiempo, una sociedad estancada tendrá problemas para producir innovaciones suficientes para escapar de manera permanente de la crisis climática. Claro que también es cierto que un planeta vacío no tendría el problema del cambio climático en absoluto, pero si alguien tiene esa meta, su misantropía es terminal).
No obstante, dentro de esta historia global y general, el caso de China también sobresale porque las políticas crueles que eligió han empeorado estos problemas demográficos.
El régimen comunista tiene una gran carga de culpa por esas elecciones: la política del hijo único, así como los abortos obligados, las esterilizaciones y el infanticidio que esta requería o alentaba. Y la culpa no para ahí porque, incluso ahora que la política del hijo único terminó, la represión del régimen todavía suprime de hecho los índices de natalidad. Como Stone observó recientemente en Twitter, al arremeter contra las poblaciones minoritarias y religiosas, Pekín está atacando a los grupos más fecundos del país en lo que equivale a una declaración de que si los índices de natalidad de los Han se han desplomado, las tasas de natalidad de las minorías deben recortarse para estar al mismo nivel.
Sin embargo, a esa culpa comunista hay que sumarle la culpa occidental, porque la política del hijo único estaba vinculada con un proyecto concebido por tecnócratas occidentales, financiada por instituciones occidentales y alentada por intelectuales occidentales. Era un programa clasista, sexista, racista y antirreligioso que buscaba desactivar una “bomba demográfica” que, ahora sabemos, se habría desactivado sola sin los programas de esterilización forzada en India y los letreros en los poblados chinos que decían: “¡Puedes sacarlo a golpes! ¡Puedes hacer que se caiga! ¡Puedes abortarlo! ¡Pero no puedes darlo a luz!”.
Esta última cita aparece en el apasionante libro de Mara Hvistendahl, “Unnatural Selection”, que es uno de los dos libros que recomiendo sobre el tema; el otro es “Fatal Misconception” de Matthew Connelly. Ambos son mayormente retrospectivos: el esfuerzo occidental se desvaneció a medida que la bomba poblacional se diluyó y, aunque su maltusianismo recobra fuerza en el ambientalismo y en las ansiedades europeas sobre la migración africana, en general la cruzada del control demográfico se recuerda como una extrapolación equivocada, un error bien intencionado.
No obstante, las noticias de China nos recuerdan que resulta adecuado tener una memoria más resistente. Ante el desafío demográfico del futuro, deberíamos reservar una clase particular de oprobio para aquellos que eligieron, en la arrogancia de su supuesto humanitarismo, usar medios coercitivos e infames para empeorar el gran problema del siglo XXI.
c.2020 The New York Times Company