Por: Manny Fernandez y Tamir Kalifa
EL PASO, Texas — Luis Calvillo tiene un ángel en el hombro.
El tatuaje cubre su brazo izquierdo: el arcángel Miguel que blande su espada hacia unos demonios clamorosos. Sin embargo, Calvillo, de 33 años, cree que un ángel que no pudo ver lo mantuvo vivo ese día de agosto.
Era una mañana de sábado afuera de un Walmart en El Paso, y el equipo de fútbol que él dirige estaba vendiendo botanas para recaudar fondos con el fin de asistir a un torneo fuera del estado. En un momento estaba charlando con un colega entrenador; al siguiente, un hombre dejaba caer una lluvia de balas afuera de la tienda. Calvillo cayó al piso y la sangre comenzó a emanar de su pierna. Varios padres de las futbolistas también recibieron impactos de bala. Su padre, Jorge Calvillo García —su ángel verdadero— fue asesinado.
“Jamás pensé en nadie más”, dijo Calvillo. “Solo pensaba que sería la última vez que yo respiraría. La última vez”.
Más tarde, pensó en algo más: “El alma de mi padre se quedó ahí para protegerme”, comentó.
Los balazos de ese día provocaron 22 muertes y dos decenas de lesionados. El tirador blanco escribió que su ataque era una respuesta a “la invasión hispana de Texas”, un motivo lleno de odio que Calvillo no ha podido entender, después de haber sobrevivido combates como soldado estadounidense junto con la División Aérea número 101 del Ejército en Irak.
“No nos merecíamos esto”, señaló. “Somos buenas personas. No somos los malos. Y ese tipo llegó a arruinarlo todo”.
El equipo de fútbol —llamado El Paso Fusion, para chicas de 9 a 12 años— y sus aficionados estaban dispersos ese día entre la entrada principal de la tienda y las salidas, en frente del estacionamiento. Calvillo, gerente de operaciones de una compañía de camiones, quien también es el fundador y entrenador principal del equipo Fusion, estaba parado cerca de la carpa del equipo, hablando con Guillermo García, su amigo y colega entrenador. La esposa de Calvillo y su hija de 10 años estaban cerca de ahí. Su padre acababa de estacionarse en el lugar.
Sintió la primera bala antes de escucharla: “Volteé para averiguar qué estaba pasando y vi que se dirigía hacia donde estábamos, mientras nos disparaba”.
Calvillo sabía que estaba perdiendo sangre rápidamente. Su entrenamiento del Ejército le resultó útil: dejó de hablar, para conservar la energía, y se puso en modo de sobrevivencia.
Siete de las personas que recibieron disparos el 3 de agosto eran parte de la familia de Fusion. Dos entrenadores —Calvillo y García— y cuatro padres de las integrantes resultaron heridos, y el padre de Calvillo fue asesinado. Las diez jugadoras que estaban ahí lograron escapar de las balas, pero quedaron afectadas de maneras que no resultan evidentes. Un día en la escuela hace poco, azotaron una puerta y Emylee, la hija de Calvillo, comenzó a correr.
“¿Qué ganó?”, dijo Calvillo sobre el tirador. “Nada. ¿Qué ganamos nosotros? Solo dolor. Eso es todo”.
DÍA 35: 180 PASOS Y CONTANDO
A Calvillo le dispararon cinco veces con un rifle estilo AK-47: dos veces en la pierna izquierda y tres a un costado de la espalda.
Sin embargo, mientras se encontraba en una cama en el Centro Médico Universitario de El Paso a principios de septiembre, casi cinco semanas después del tiroteo, su pie izquierdo era lo que más le causaba preocupación. A veces, Marcela Martínez, de 38 años, su esposa, le masajeaba el pie. Pero, otras veces, él hacía gestos de dolor, y le pedía que no lo tocara.
“Estás aquí, las 24 horas, sin nada que hacer más que esperar a que hagan efecto las pastillas o a sentir más dolor”.
Marcela Martínez, la esposa de Calvillo, intentaba calmarlo cuando sentía los dolorosos efectos secundarios de los nuevos medicamentos.
Ninguna de las balas tocó órganos ni arterias vitales. Sin embargo, los nervios de su pierna izquierda aún estaban recuperándose del trauma y enviaban olas de dolor por todo su pie.
También estaban todas las demás molestias: ejercicios de respiración para sus pulmones, aproximadamente 30 pastillas que tomar al día, una infección que retrasó su rehabilitación, un pedazo calvo en la cabeza. Cuando llegó al hospital, estuvo inconsciente durante días en la unidad de cuidados intensivos, y el cabello de la parte de su cabeza que quedaba sobre la almohada aún no había crecido.
Calvillo podía subir y bajar de la cama. Hace poco se había duchado por primera vez (“Estaba al borde del llanto”, dijo). No obstante, aún estaba contando el número de pasos que podía dar —lentamente, aferrado a una andadera— sin que le causaran dolor.
“La primera semana cuando me levantaron, di 180 pasos”, dijo.
La próxima ocasión, se esforzó más. Logró dar cerca de 300.
DÍA 43: ‘SÉ QUE ERES CAPAZ’
Su pie le estaba dando molestias de nuevo. Pero lo ignoró.
“¿Te eligieron en el consejo estudiantil?”, le preguntó a Emylee.
Eran mediados de septiembre, varias semanas después del inicio de clases, y su hija estaba de visita en el hospital Kindred, adonde lo transfirieron para recibir tratamiento en sus heridas. Hablaban mientras él estaba sentado en una silla de ruedas, haciendo ejercicio con una bicicleta para brazos.
“Sí, pero no quise aceptar el puesto”, dijo Emylee.
“Si tienes la oportunidad, aprovéchala”, le dijo. “Sé que eres capaz”.
Recuperar el uso de su pierna era una cosa; ser padre y entrenador desde un hospital era un desafío completamente distinto. Con el inicio del año escolar, había comenzado un nuevo equipo para chicas de mayor edad y les enviaba mensajes de texto con frecuencia a los padres de Fusion; mantenía su celular al lado de su cama o sobre su pecho.
Calvillo tenía un secreto para su recuperación:
Insistía en ser padre aún vestido con la bata del hospital y entrenador desde su cama de convaleciente.
Que le hubieran disparado cinco veces a menudo parecía más un inconveniente que un trauma. Incluso dejó enterrada su pena… por ahora.
Salir del hospital implicaba recuperarse, pero también estar de luto. Su padre había sido cremado, pero su madre pospuso el funeral, pues quería que su hijo estuviera presente.
DÍA 49: TERAPIA DE FÚTBOL
El sonido del silbato del árbitro llenó la sala 1001.
El sonido estridente provenía del celular de Calvillo. Las chicas tenían partido. Su esposa estaba ahí, transmitiendo en vivo lo sucedido mientras él veía todo desde el hospital.
“Si te empujan, hazles lo mismo”, una chica de Fusion le dijo a otra jugadora.
“¡Oigan!”, gritó Calvillo. Así no jugaban en su equipo.
El equipo Fusion terminó perdiendo. Las enfermeras llegaban y medían su temperatura y su presión sanguínea con frecuencia, pero sus ojos se quedaban fijos en el celular.
“Hay muchas cosas en las que ya habíamos trabajado y que no están haciendo, y eso me frustra”, comentó.
El fútbol, que alguna vez fue solo un pasatiempo de fin de semana para él, se había transformado en una devoción tan estrechamente relacionada con su rehabilitación como la bicicleta para brazos que tenía. Había ocurrido antes. Después de estar de servicio en Irak, Calvillo había comenzado a experimentar el trastorno por estrés postraumático. Se volvió tan severo que tuvo pensamientos suicidas. Sin embargo, Fusion lo había ayudado a salir del atolladero.
Ahora dependía de ellas de nuevo, así como ellas contaban con él, pues las entrenaba desde la cama del hospital.
“Cuando comencé el equipo, hallé mucho alivio”, dijo. “Por eso me siento tan orgulloso de él y me lo tomo tan en serio. Porque es mi vía de escape”.
DÍA 56: EL REGRESO DEL ENTRENADOR LUIS
Tomó la mano de su esposa mientras lo llevaba a casa en auto. Era el 27 de septiembre. Había pasado casi dos meses en dos hospitales, se había sometido a cinco operaciones y perdió cerca de dieciocho kilos.
No se quedó en casa mucho tiempo. Tenía algo que hacer. Horas después de que lo dieron de alta del hospital, estaba sentado en su silla de ruedas sobre el césped en un partido de Fusion.
“¡Comuníquense, señoritas!”, les gritó Calvillo a través de un megáfono.
El entrenador Luis estaba de regreso.
“He estado fuera del hospital durante menos de cinco horas”, comentó. “Y aquí estoy. Y estoy aquí por ustedes porque me preocupo y me importan todos los que están aquí, todas estas familias, ¿me entienden?”.
El equipo Fusion no pudo anotar ningún gol, pero eso no importaba. Calvillo se recargó en su bastón y les pidió a las chicas que se acercaran a él.
Vengan aquí, les dijo. Era el momento de una última consigna. “¡Familia a las tres!”.
García, el otro entrenador de Fusion que resultó herido, aún estaba en el hospital, pero su esposa, Jessica García, estaba en el partido, vitoreando a su hija, Karina. La cancha y las líneas de banda estaban llenas de hombres, mujeres y niños que habían escapado o quedaron atrapados entre las balas hacía tan solo unas semanas. Sin embargo, casi nadie hablaba de eso. El tirador había cambiado para siempre sus vidas, pero no tendría lugar en esta cancha verde al atardecer.
DÍA 88: UNA VIDA DIVIDIDA POR LAS BALAS
Calvillo guarda la silla de ruedas y la andadera en la cochera. Camina solo. En casa a finales de octubre, casi tres meses después del ataque, hizo acelerar su nuevo juguete: una motocicleta de tres ruedas.
Martínez se estaba preparando para regresar a impartir su clase de cuarto grado en diciembre. Combatió su miedo y llevó a Emylee a Target a fin de comprar materiales para un proyecto de ciencias.
“Fue un parteaguas en nuestras vidas: antes de Walmart y después de Walmart”, dijo Martínez.
Calvillo regresó a trabajar a la compañía de camiones. Una de las primeras cosas que hizo después de salir del hospital fue comprar una pistola Smith & Wesson calibre .40. “Solo es para protegerme”, dijo. “No viviré lo mismo de nuevo”.
Mientras cenaba con su esposa y su hija, Calvillo apenas miraba su nuevo tatuaje. Estaba en su brazo derecho, frente a los ángeles y demonios. Decía El Paso Fuerte. En el centro estaba la Fusion.
c. 2019 The New York Times Company