Por Cara Buckley
A principios de este otoño, diecinueve personas se reunieron en un pequeño local de eventos en Red Hook, Brooklyn y se sentaron en círculo. Entre ellos estábamos un abogado de inmigración, un terapeuta, un manifestante del movimiento ambientalista Extinction Rebellion, un artista y yo. Era un día soleado y caluroso, con un cielo despejado, que alguna vez podría haber sido descrito como fuera de temporada, pero que en la actualidad simplemente se considera de mediados de septiembre.
Nos encontrábamos ahí para tomar un taller llamado “Cultivando la esperanza activa: vivir con alegría en medio de la crisis climática”, un título que sonaba tremendamente optimista. Fui porque me resulta imposible entender cómo es que alguien puede sobrellevar la crisis climática.
¿Alguna vez has conocido a alguien que mencione el Antropoceno en un perfil de citas? ¿O que haya repartido certificados de regalo de compensación de carbono en Navidad? ¿O que conozca a un bebé e inmediatamente piense en las aproximadamente 15 toneladas de emisiones de carbono que el estadounidense promedio emite anualmente? ¿O que pase enfrente de las tiendas pensando dónde termina todo el embalaje? Seguro sí conoces a alguien así.
A diferencia de lo que viven millones de personas, la crisis climática todavía no me ha afectado directamente, en realidad no. Pero el aluvión de noticias planetarias catastróficas, los violentos incendios forestales y el impacto de los días de otoño en Nueva York a 32 grados Celsius son situaciones tan distintas a los ciclos regulares de la vida humana que a menudo me sentía bastante enojada. Sentía que era cómplice simplemente por existir. Después de todo, pertenezco a la especie que está destruyendo a la mayoría de las otras.
Por mucho que quiera encadenarme a un árbol viejo (gracias al ejemplo de los personajes de “El clamor de los bosques”), mi trabajo en el Times me impide ser una activista de tiempo completo. Así que hago donaciones a causas ambientales y humanas, como comida vegana, hago abono orgánico, me muevo en transporte público, cargo con mis utensilios de bambú, publico artículos alarmantes en Facebook, compro artículos de segunda mano y apoyo todos los programas de compensación de carbono que puedo, todas decisiones que me puedo dar el lujo de tomar. Y, sin embargo, nada de eso ha hecho que me sienta mejor.
Preguntarles a las personas a mi alrededor sobre cómo les estaba yendo no me ayudó. Me dijeron que de cualquier modo ya era demasiado tarde. Que no debería importarme porque no tengo hijos. Que el planeta, al menos en un futuro distante, estará bien. Un amigo sugirió que mi angustia climática era una extensión de mis tendencias melancólicas, lo que me pareció razonable, pero no del todo acertado. Sabemos que el futuro se ve mal, que el presente ya lo es y que la inacción, especialmente en Estados Unidos, lo está empeorando. Pero ¿cómo se supone que pueden vivir nuestra alma y nuestro corazón con una amenaza tan existencial que también es, a medida que los pájaros y las abejas desaparecen y los árboles se caen y mueren, tan terriblemente íntima?
Finalmente, durante este otoño, después de un viaje en kayak por Alaska inspirado por el deseo de ver los glaciares ahora que todavía existen, y luego de la noticia de los incendios forestales, decidí buscar respuestas.
Y lo que aprendí en el taller de Red Hook y en largas conversaciones con psicólogos, ecologistas serios, un activista indígena y budistas occidentales fue más o menos una receta para manejar el duelo por el clima.
Es algo más o menos así: si vives la crisis con toda su urgencia, debes aceptar el dolor, pero no puedes detenerte allí. Busca un camino espiritual que te permita forjar gratitud, compasión y aceptación, porque, al final, actuar por negación, enojo o miedo solo nos lastima.
Existe cierto desdén acerca de si las decisiones individuales, como la manera en que consumimos y nos transportamos, son importantes: ¿por qué cancelar ese viaje a Europa si de todos modos ya es demasiado tarde y todos siguen siendo adictos a los combustibles fósiles? Pero Lou Leonard, fundador de One Earth Sangha, un grupo budista enfocado en la crisis, me dijo que vivir el cambio climático como algo real e insistir en que podemos hacer algo al respecto envía un mensaje a los demás y puede ayudar a cambiar las normas culturales. ¿Quién habría pensado que Burger King algún día serviría una deliciosa carne fabricada con plantas?
“Debemos romper la disonancia cognitiva de todas las maneras posibles para ser más reales respecto de lo que está sucediendo”, dijo Leonard. En su opinión, hacer cambios aparentemente inconvenientes ahora también puede prepararnos para lo que puede depararnos el futuro.
Zhiwa Woodbury, un psicólogo ecologista, cree que estamos experimentando colectivamente un trauma climático, del cual somos perpetradores y víctimas, pues nuestro ataque a la biosfera en realidad es un ataque a nosotros mismos. Afirma que cambiar hábitos, como lo que comemos, puede hacernos sentir más empoderados y menos abrumados, además de que puede cambiar nuestra relación con el mundo natural. Después de todo, la creencia de que los recursos naturales están ahí para nuestra explotación descuidada nos trajo hasta este punto (y no nos hizo más felices).
“Saber que estamos haciendo algo nos hace sentir bien y hace que resurja la idea de la responsabilidad compartida”, dijo Woodbury. “La idea de que las personas son impotentes solo existe porque las hemos hecho sentir impotentes”.
Aceptar el dolor fue algo con lo que tuve que luchar un poco más. ¿No merecemos sentirnos mal? Tal vez, pero sentir desesperación es solo una suerte de evasión. “Lo que la desesperación te dice es que no has procesado tus emociones”, afirma Woodbury.
En el taller de Red Hook, que se basó en las décadas de trabajo pionero de la activista del duelo ambiental Joanna Macy, la facilitadora, Jess Serrante, dijo algo que me golpeó como un trueno.
“Nuestro dolor por lo que está sucediendo es la otra cara de la moneda de nuestro amor por el mundo”, nos dijo. “Sentimos esa gran desesperación porque amamos mucho al planeta”.
Varios psicólogos me comentaron que les están diciendo lo mismo a los pacientes que lidian con la desesperación ecológica: sentirse deprimido por la crisis es una respuesta sana y saludable. Sin embargo, como cultura, consideramos la depresión como una falla personal y, como individuos, la evitamos, en parte, según Serrante, por temor a que si nos sumergimos en ella luego no podremos salir. Pero eso hace que nos cerremos. Pensar en ese dolor puede convertirlo en algo más grande, nos dijo Serrante, y reconectarnos con nuestro ser más profundo.
La clave es canalizarlo a través de acciones cotidianas o uniéndonos a movimientos más amplios, y también encontrar una manera de enfrentarlo sin dejar que te controle, porque actuar por miedo, ira o culpa nos agota emocionalmente. Ahí es donde entra el componente espiritual: se trata de encontrar una manera de situarse en un lugar que no sea de aceptación tácita, sino de una compasión feroz.
Woodbury y Leonard quedaron desgastados por su labor de defensa ambiental, pero encontraron en las prácticas budistas la resiliencia emocional y una visión más compasiva de la naturaleza humana. “No hay nada más poderoso que un corazón roto, siempre y cuando tengas un método espiritual para sostenerlo”, me dijo Woodbury.
He comenzado a avanzar lentamente en esa dirección, tratando de aprender cómo ser hábil espiritualmente y volver a tener fe en las personas. Sentirse conectado, con los demás y con nosotros mismos, es un antídoto para los sentimientos difíciles que tratamos de mantener a raya distrayéndonos y adormeciéndonos. También me aferro a algo que Woodbury me dijo: que la crisis puede obligarnos a sanar nuestra relación con el mundo natural, y eso no deja lugar para la desesperación.
Sin embargo, el ecopesimismo es difícil de matar. En Red Hook, Serrante hizo que trabajáramos en parejas y que nos dijéramos por qué estábamos agradecidos de estar vivos en este momento. Mis cejas se alzaron desconcertadas.
“Estoy agradecida de estar viva en este momento porque…”, le dije en un tono vacilante a mi compañero, un hombre que trabaja en la preparación contra los desastres corporativos, “¿las personas están más conscientes que nunca de lo que hemos causado?, ¿porque esta es la conclusión lógica de lo que la revolución industrial puso en marcha?”.
“¡Guau!”, contestó mi compañero.
Él me dijo que estaba agradecido de estar viviendo en una época en la que todavía podíamos ver hermosos animales, plantas y grandes extensiones de naturaleza silvestre que quizá no vayan a durar mucho más tiempo. Se me cortó la respiración. No había pensado en eso. Algo cambió. Noté que sus ojos estaban rojos y llorosos, y los míos también.
Después, al volver a caminar por la acera hirviente, comencé a prestarle una gran atención al susurro de los árboles y al aleteo de los pequeños pájaros. Sentí una oleada visceral de gratitud por lo que aún existe y por todo lo que debemos defender, mientras todavía se pueda contemplar.
c.2019 The New York Times Company