DESPUÉS DEL ESTALLIDO DE VIOLENCIA EN CULIACÁN, ANDRÉS MANUEL LÓPEZ OBRADOR DEBE DECIRLE A SU VECINO DEL NORTE QUE LA GUERRA CONTRA LAS DROGAS NO ES SU PRIORIDAD.
En 2011, Carlos Pascual, embajador de Estados Unidos en México, se convirtió en el primer embajador estadounidense en verse obligado a renunciar. Una serie de cables que Pascual envió a Washington, publicados en WikiLeaks, revelaron que cuando las autoridades estadounidenses identificaban la ubicación de un objetivo valioso, debían elegir entre varias opciones desagradables: notificar al ejército mexicano —que podría optar por evitar riesgos o incluso llegar a pasarle información al sospechoso—, informar a la policía federal —que en esencia se encontraba paralizada— o avisar a la Armada —que, entrenada en Estados Unidos, era efectiva pero extremadamente violenta—.
Para resolver este dilema, por lo regular introducían a agentes estadounidenses en los equipos que rastreaban a los capos y compartían información de inteligencia solo con fuerzas mexicanas aprobadas previamente mediante un estricto proceso de revisión de Estados Unidos.
Una posible explicación para la humillante derrota sufrida por el ejército mexicano y el presidente Andrés Manuel López Obrador la semana pasada en Culiacán, Sinaloa, cuando fuerzas del gobierno capturaron y más tarde liberaron a un importante capo de las drogas, quizá tenga relación con estos precedentes. No existen pruebas de que las autoridades estadounidenses hayan localizado a Ovidio Guzmán López, conocido como el Chapito, pero, en caso de ser así, podría identificarse un patrón.
Su padre, Joaquín Guzmán Loera, el capo de las drogas conocido como el Chapo, fue capturado en dos ocasiones gracias a inteligencia de la Administración de Control de Drogas (DEA). También contribuyeron a la captura de otros delincuentes de gran valor, como Edgar Valdez Villarreal (la Barbie), arrestado en 2010, y Arturo Beltrán Leyva, asesinado en 2009.
Es posible que estos factores hayan contribuido a que se realizara una redada improvisada, descuidada, débil y, a fin de cuentas, catastrófica, para atrapar al hijo del Chapo en respuesta a una solicitud de Washington de extraditarlo a Estados Unidos.
Después de que cientos de sicarios del Cártel de Sinaloa sitiaron la ciudad y amenazaron con asesinar a varios rehenes, López Obrador no tuvo más remedio que liberar a Guzmán López. En la prensa y las redes sociales de México abundan comentarios sobre la indignación que causó en el ejército la decisión de López Obrador de liberar a Guzmán López. ¿Entonces, por qué fueron tras él?
Una posible teoría es que la DEA encontró a Guzmán López y sus homólogos mexicanos no estaban muy convencidos de detenerlo. López Obrador declaró hace meses que había decidido no aplicar la “estrategia contra los capos” respaldada por Estados Unidos y que tantas críticas generó en México: después de doce años de acciones concentradas en los líderes de los cárteles, no solo había más violencia, sino que fracasaron en reducir el tamaño, el poder y la brutalidad de los grupos criminales.
La batalla de Culiacán hace evidente que el Cártel de Sinaloa no está más debilitado que antes de que comenzara la guerra contra las drogas. Quizá las autoridades mexicanas que recibieron la alerta de los estadounidenses pensaron que si no capturaban a Guzmán López los estadounidenses los acusarían de ser sus cómplices, así que decidieron proceder sin mucho entusiasmo y con resultados desastrosos. También es posible que, en vista de que el acuerdo comercial para América del Norte —el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC)— todavía no es aprobado por el congreso estadounidense, López Obrador se haya sentido presionado a actuar.
Normalmente, cuando las autoridades van por objetivos muy valiosos, aplican una fuerza impresionante. Pero para arrestar a Guzmán López, solo se enviaron 35 efectivos, por lo que las fuerzas mexicanas fueron aventajadas y vencidas muy pronto. Las fuerzas del gobierno tampoco sitiaron la ciudad ni contaron con el apoyo de helicópteros estadounidenses. En consecuencia, las fuerzas de Guzmán López asediaron la ciudad con violencia.
No es ninguna sorpresa que el Cártel de Sinaloa haya aventajado a las fuerzas federales el viernes pasado en Culiacán. El ejército mexicano y la nueva Guardia Nacional tal vez estaban muy ocupados en detener a personas que migran desde Centroamérica a lo largo de la frontera mexicana con Estados Unidos. Desde el verano, se han enviado más de 20.000 soldados a la frontera para detener el flujo de migrantes. En todo momento, el número total de soldados en servicio activo oscila entre 50.000 y 60.000. Casi la mitad de los efectivos del gobierno realizan actividades que le corresponderían a la policía migratoria.
López Obrador no ha definido con claridad qué quiere hacer con la guerra contra las drogas de sus predecesores, que cobraron la vida de más de 250.000 mexicanos desde 2007 y dejaron un saldo de 40.000 desaparecidos. Durante la campaña electoral pidió el fin a la guerra contra las drogas y dijo que enviaría a los militares de vuelta a los cuarteles. Después de ser electo, se comprometió a crear una Guardia Nacional integrada principalmente por antiguos miembros del ejército, la Armada y la policía federal —con mejores sueldos y nueva capacitación— y a legalizar algunas drogas. Más tarde, para decepción de sus seguidores, dijo que no pensaba promover la legalización de la marihuana. Renegó de la “estrategia contra los capos”, pero la aplicó a los hijos del Chapo.
Como resultado de este enfoque errático, desde que López Obrador asumió la presidencia en diciembre pasado la violencia ha aumentado en México, hasta alcanzar las cifras más altas registradas en la historia del país. Solo unos días después de la batalla de Culiacán, catorce policías fueron masacrados en la población de Aguililla, en el estado de Michoacán, y un enfrentamiento entre el ejército y presuntos delincuentes dejó a quince personas sin vida en Tepochica, estado de Guerrero. En Ciudad de México se registran más delitos, desde robos con violencia en tiendas de Louis Vuitton hasta tiroteos en barrios más pobres. El gobierno ya perdió el control de la situación.
López Obrador había trazado un curso razonable hasta los sucesos de Culiacán. La guerra contra las drogas ya no era prioridad para el gobierno mexicano y Estados Unidos estaba menos involucrado. Aunque está bien que López Obrador se dedique a reducir la pobreza y la desigualdad, que aumente los salarios y las transferencias de efectivo, además de alentar a las empresas a contratar a los jóvenes desempleados que ya culminaron sus estudios, los mexicanos quizá no sientan ningún cambio en el corto plazo.
Debería mantener el rumbo, ignorar a los estadounidenses y no hacer caso cuando los embarques de drogas fluyan hacia Estados Unidos. ¿Qué caso tiene enviar al ejército a quemar sembradíos de marihuana en Sinaloa si el cultivo es legal para uso recreativo en California? López Obrador debería aclararles a la DEA y al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que ya desechó la estrategia contra los capos, que ya no permitirá la presencia de agentes estadounidenses y que solo él decidirá, en su caso, cuándo ir tras figuras como los hijos del Chapo.
Nunca debe volver a ponerse en una situación en la que la única salida sea la humillante liberación de delincuentes y negociaciones con terroristas.
c.2019 The New York Times Company