En la víspera de la Guerra de Irak en 2003, el primer ministro británico Tony Blair, durante una sesión conjunta del Congreso, habló sobre la misión de política exterior de Estados Unidos: “En alguna pequeña esquina de este inmenso país, por Nevada o Idaho, o alguno de esos lugares que nunca he visitado pero a los que siempre he querido ir”, dijo Blair, “hay un hombre que vive su vida de lo más feliz, ocupado en sus cosas, y les pregunta a todos ustedes, dirigentes políticos de esta nación: ‘¿Por qué yo, por qué nosotros y por qué Estados Unidos?’ La única respuesta que podemos darle es: ‘Porque el destino te puso en este lugar y en este momento históricos, y es la tarea que te toca’”.
El mensaje de Blair todavía es correcto en cuanto al papel que el destino ha puesto sobre los hombros de Estados Unidos pero, después de tantos años, también se ha hecho evidente que muchos estadounidenses ya están cansados de desempeñarlo.
Tras casi cuatro décadas de política exterior basada en el objetivo de “contener” a la Unión Soviética, y otras dos dedicadas a “extender” la esfera de la democracia por todo el mundo con el enorme exceso de poder que Estados Unidos gozó después de ganar la Guerra Fría, los estadounidenses ansían un descanso. El presidente Donald Trump no está equivocado en este punto.
Sin embargo, el trabajo del presidente es encontrar el punto de equilibrio entre el deseo perfectamente comprensible de los estadounidenses de dejar de llevar a cuestas todas las cargas y resistir a todos los enemigos para garantizar la supervivencia de la libertad, y la realidad de que los intereses y valores estadounidenses todavía requieren su presencia en distintas partes del mundo de manera sostenible.
Claro que hay que considerar que, para tener una presencia sostenible, se requieren por lo menos tres medidas: hacer distinciones precisas, aprovechar a nuestros aliados y amplificar las islas de decencia. Por desgracia, Trump violó todos estos principios en Siria.
Para empezar, Trump y el Ejército estadounidense no hicieron ninguna distinción entre el EI en Irak y en Siria, porque Trump y el Pentágono pusieron la guerra contra el terrorismo en piloto automático.
¿Cómo? Después del surgimiento del EI en Irak y Siria en 2014, fue lógico que Estados Unidos asumiera la misión de ayudar a destruir al EI en Irak.
Washington se sintió culpable por haber retirado a los soldados de combate de Irak antes de que lograra estabilizarse en realidad y el EI cometiera el asesinato brutal de periodistas estadounidenses. No obstante, en vez de hacerlo solos, Estados Unidos colaboró con el Ejército iraquí y amplificó el poder y fuerzas terrestres de este último con sus asesores y fuerza aérea.
Ese enfoque no solo condujo a la derrota del EI en Irak, sino que también produjo efectos positivos inesperados en la política iraquí. La guerra con el EI se convirtió en una especie de guerra nacional de liberación para los iraquíes que unió a los kurdos, sunitas y chiitas iraquíes moderados, además de devolverles la dignidad que la invasión estadounidense de Irak les había robado, aunque no deliberadamente. Esto sentó las bases para una distribución del poder más estable y sostenible entre los sunitas, kurdos y chiitas en Irak.
Todavía ahora, Irak es una democracia muy frágil, que enfrenta enormes retos en cuanto al empleo, la energía, la corrupción y el gobierno. Con todo, “Irak es hoy en día un país diferente”, recalcó Linda Robinson en un ensayo reciente sobre relaciones exteriores titulado “Winning the Peace in Iraq: Don’t Give Up on Baghdad’s Fragile Democracy”. “Pocos estadounidenses comprenden cuán notable es el éxito” alcanzado por haber ayudado a Irak a recuperarse de las profundidades de la guerra del EI.
Por supuesto, no quiere decir que la invasión original de Irak haya valido la pena o que sería bueno hacerlo de nuevo. Lo que sí significa es que Estados Unidos encontró la forma perfecta de ayudar a los iraquíes a ayudarse a sí mismos. Ahora les corresponde a ellos aprovechar al máximo esta oportunidad.
Desgraciadamente, Estados Unidos dejó la guerra contra el EI en piloto automático. En cuanto Irak quedó liberado, intentó obtener el mismo resultado en Siria con ayuda de los combatientes kurdos sirios. No obstante, cometió el error de no hacer algunas distinciones importantes. Como señalé en una columna en 2017, el EI en Siria operaba dentro de un contexto totalmente distinto al de Irak.
En Irak, el EI era enemigo de la democracia multisectaria. En Siria, en cambio, el EI era el enemigo de la democracia multisectaria, al igual que Rusia, la zona chiita de Irán y Hezbolá, y el régimen chiita-alauí de Bashar al Asad. Todos ellos y el EI eran tal para cual.
“Si derrotamos al EI territorial en Siria ahora”, escribí entonces, “solo reduciremos la presión sobre Asad, Irán, Rusia y Hezbolá, y así podrán dedicar todos sus recursos a aplastar a los últimos rebeldes moderados de Idlib, en vez de compartir el poder con ellos”. Básicamente, eso fue lo que sucedió.
“El EI siempre representó dos problemas —Siria e Irak—, no solo uno, así que deberíamos haberlos tratado de maneras distintas”, explicó John Arquilla, profesor de estrategia en la Escuela Naval Superior de Estados Unidos en Monterey. “En Irak, fue necesario vencer al EI porque, en cuanto acabamos con el régimen de Saddam, Irak solo podía resurgir como un contrapeso liberal para Irán” (donde los sunitas, chiitas y kurdos compartieran el poder de forma estable), “o convertirse en la marioneta de Irán”.
Sin embargo en Siria, añadió Arquilla, “podríamos haber protegido a los kurdos” y obligado a los rusos e iraníes, a Hezbolá y Asad, a mantener al EI contenido ahí. Pero actuamos por reflejo y nos contentamos con seguir la lucha con el EI en Siria, sin reflexionar.
Al asumir la responsabilidad, junto con los kurdos, de derrotar al EI en Siria, liberamos a Rusia, Irán, Hezbolá y Asad de una carga enorme, y les permitimos aplastar a los rivales nacionales del régimen. La verdadera locura es que, además, ¡lo hicimos gratis! Ni siquiera exigimos autonomía para nuestros aliados kurdos de Siria ni que compartieran el poder con los rebeldes sunitas moderados de Siria.
Me siento muy mal por los kurdos, pero al menos Estados Unidos quizá ría al último en la relación con Putin. Trump dejó que Putin ganara en Siria y en la tarea indefinida de apoyar el régimen genocida de Asad y controlar las acciones de Irán para utilizar a Siria como plataforma para atacar a Israel. ¿Cuál es el premio de segundo lugar?
Pero, incluso si alguien opina que abandonar a los kurdos en Siria fue la medida correcta, estratégica y de sangre fría, en el caso de un presidente, también importa cómo hace las cosas. El mero hecho de salir de Siria sin planearlo con anticipación ni coordinar acciones con los aliados, y abandonar a los kurdos sirios después de que sacrificaron a 11.000 hombres y mujeres en la lucha contra el EI, envía un mensaje claro a cada uno de los aliados de Estados Unidos: “Más les vale empezar a planear cómo van a defenderse solos, porque si Rusia, China o Irán deciden atacarlos o presionarlos, Estados Unidos no va a apoyarlos… a menos que hayan pagado por anticipado y en efectivo”.
Cuidado. Con el paso del tiempo, ese mensaje no contribuirá a que el mundo sea más estable ni a que la política exterior de Estados Unidos sea menos costosa.
Estados Unidos es una potencia global única porque cuenta con aliados que comparten sus intereses y valores, y eso amplifica su poder a bajo costo; en cambio, Rusia y China solo tienen Estados clientes, como Siria, y compradores.
“Cuando le retiramos repentinamente el apoyo a un aliado en un lugar, sin previa advertencia, ponemos en entredicho nuestra credibilidad en todo el mundo”, comentó Michael Mandelbaum, autor del libro “The Rise and Fall of Peace on Earth”.
Tampoco quiere decir que pretendamos perpetuar las guerras, añadió, como en el caso de Vietnam. Más bien, este argumento justifica la idea de ponerles fin sin causar desconcierto entre los aliados: “Si los alemanes y los japoneses llegan a la conclusión de que las garantías de seguridad de Estados Unidos ya no son válidas, ambos obtendrán armas nucleares, y ni ellos ni nosotros queremos que eso ocurra”.
Por último, en este momento la mayoría de las personas comprenden (por lo menos yo sí lo entiendo) que ya no tenemos tiempo, paciencia, energía ni conocimientos suficientes para crear democracias en Medio Oriente. Lo que sí podemos, y deberíamos hacer, es multiplicar la decencia dondequiera que la veamos, con la esperanza de que las islas de decencia algún día lleguen a conectarse y florecer hasta convertirse en una democracia.
Por ejemplo, si bien en las regiones de los kurdos sirios y el Kurdistán iraquí existe una gran corrupción y tribalismo, son islas de decencia en las que, en general, las mujeres se encuentran más empoderadas, se practica el Islam de manera más moderada y se promueve la educación liberal al estilo de Occidente en universidades parecidas a las estadounidenses. Al abandonar sin más a los kurdos sirios, Trump debilitó su isla de decencia, en vez de amplificarla.
El mundo espera mejores actitudes de Estados Unidos, aunque no de su presidente actual.
c.2019 The New York Times Company